jueves, 26 de mayo de 2011

Freud. Uno que hace serie. Insistencia de lo paterno en psicoanálisis

                                                                      

                                                                      Pero que es un padre
                                                                                            Sino alguien que insiste. Diego Colomba

Dos preguntas atraviesan el derrotero teórico freudiano; dos preguntas que no son una sin la otra: ¿Qué es un padre? ¿Qué desea una mujer? Si seguimos a Lacan, podremos decir que un padre es un nombre. Nombre del padre que sitúa al hijo en la cadena generacional operando como barrera contra el incesto. Función que, no sin vaivenes, asegura la inaccesibilidad a uno de los nombres del deseo femenino: el deseo de hijo que, como percibió Freud, es desplazamiento del deseo de pene.
A veces digo, un poco en broma –con todo lo serio que éstas conllevan- que debemos la invención del psicoanálisis a la muerte de un padre, el de Freud. ¿No es acaso La interpretación de los sueños, en parte, la elaboración de un duelo por ese padre amado-odiado? Sin dudas es más que eso…pero…Siguiendo este argumento ¿Sería posible pensar la teoría como resto metonímico de un trabajo de duelo?
Antes de este texto, libro maravilloso que –no está de más recordar- vendió sólo unos pocos ejemplares (algo así como doscientos) en fechas de su publicación, Freud había tropezado con el deseo de la histérica. Las escenas fantasmáticas que descubre Freud tras los síntomas conversivos de aquellas damas vienesas muestran –dan a ver- un libreto en el que la niña es seducida por el padre. A estas alturas Breuer ya es un Sancho que huirá poco después espantado ante el deseo de Anna O.
Tótem y Tabú. Articulación, serie, transmisión paterna sólo posibilitada en tanto un padre se presenta como muerto. Todos hablamos “en nombre de” algo…incluso, a veces, con viento a favor, hablamos en nombre propio. Nombre propio que no es sin el nombre del padre. Nombre del padre, es decir, del padre que habla en nombre de la castración. En primer lugar, la suya.
Winnicott en correspondencia con Lacan, no sin Freud. No es cierto que el inglés, preocupado como estaba por los efectos del sostén materno, dejara del lado lo paterno: sostenía que el pasaje de la adolescencia a la edad adulta sólo es posible por sobre el cadáver de un adulto: muerte simbólica del padre que posibilita un pasaje, que no es sin culpa. Partida de ajedrez riesgosa en donde la caída del rey a veces es jugada en el plano real, acting mediante.
Entonces, es a partir del padre que un espacio otro que el materno y un tiempo diferente al infantil pueden construirse. El famoso “ambiente facilitador” referido por Winnicott es algo así como el espacio transicional escrito en clave de adolescencia: a pesar de que Winnicott lo ligue especialmente a la dupla formada entre madre e hijo, primer hueco, hendidura a ser elaborada mediante la construcción del símbolo y del juego, no dejo de pensar que el ambiente facilitador es en el fondo un espacio padre. “Entre” paradojal a sostener en su ambigüedad en donde la capacidad de jugar del analista será sin duda puesta a prueba.
Siguiendo una metáfora futbolera nos preguntamos permanentemente qué posición ocupamos en tanto analistas en el campo de juego. Si la transferencia asigna diferentes puestos imaginaria y simbólicamente al analista, al mismo tiempo, la asociación libre implica en sí misma una terceridad. Por otra parte, si la experiencia de la transferencia es aquello de un análisis que nunca se olvida, el analista insta al sujeto en análisis a hacerse cargo de un decir que no es sin consecuencias en tanto es transporte, vehículo, de su deseo; eso tampoco se olvida…
Si el obsesivo es el testimonio (semi) vivo de lo imposible del deseo humano, por su parte la histérica (¿siempre es “la” histérica, independientemente de su sexo biológico?) da muestras de la marca de insatisfacción del deseo: coartada paradójica en tanto se intenta mantener a resguardo como imposible aquello que por definición lo es. Mantener un resto allí donde lo terrorífico se presenta como posibilidad de ser apresado en un goce sin límites. El fantasma neurótico apunta al goce a condición de no obtenerlo.
Sigo a Melman y digo que un padre no puede hacer nada mejor por sus hijos que hacer fracasar la relación sexual; a partir de allí la desproporción entre la satisfacción buscada y la obtenida será marca y testimonio del don paterno operando como cesión de castración al hijo.  Deuda del neurótico con el padre, imposible de ser saldada en el mismo lugar en donde se contrajo.


miércoles, 4 de mayo de 2011

¿Por qué el psicoanálisis? aún...

Es un tema de discusión presente entre los analistas la cuestión de la permanencia y de la vigencia del psicoanálisis.  Desde distintos sectores, tanto analíticos como extra analíticos, se debate acerca de la posibilidad de desaparición del psicoanálisis. Algunos argumentos giran alrededor del tiempo, la eficiencia, el dinero, el costo de los tratamientos.  Dinero- tiempo- eficiencia, valores de primer orden en la era posmoderna que nos toca vivir.
       Sin embargo estas cuestiones tan actuales no eran del todo ajenas a Freud, quien solía argumentar que si bien el tratamiento psicoanalítico es caro y largo, lo más costoso en la vida es la enfermedad…y la tontería. La cultura actual confunde eficiencia con eficacia. El análisis es eficaz, y considero que esa eficacia tiene que ver con el poder curativo de las palabras, con la posibilidad de un sujeto de asumir una historia que, una vez nombrada y resignificada, ya no será la misma. La posibilidad de asumir una historia en nombre propio, en una posición de responsabilidad en relación con el deseo definitivamente cambia la vida de los sujetos. Si bien pienso que el analista deja en suspenso el deseo de “curar” a su paciente, al mismo tiempo considero que el psicoanálisis “cura”. Con esto quiero decir, que un análisis llevado hasta sus últimas consecuencias –hasta sus últimas consecuencias en la asunción y el despliegue de la verdad de los deseos de cada uno, sean estos de índole neurótica o psicótica - tiene efectos tangibles en la vida de los sujetos.  Freud pensaba que la libido del neurótico, enlazada a los fantasmas incestuosos, una vez desasida de ellos –es el trabajo que propicia el análisis por la vía de la transferencia- queda en disponibilidad de ser utilizada para la vida. De esta forma el análisis permite que el sujeto ponga en juego su deseo, no cualquiera, sino un deseo regulado por una ética: la de la prohibición del incesto.
       Cierta vez leí un texto de una analista que decía que hay ciertos pacientes que tienen una “falta de confianza en el significante”. Son las llamadas “patologías del acto”. Evoco esto porque me hace pensar en la absoluta confianza de Freud en las palabras, incluso en el terreno de las psicosis: vale la pena recordar que en el caso Schreber Freud contradice a todo el saber o el discurso médico al buscar, hasta las últimas consecuencias, un sentido a la producción delirante del presidente del tribunal. Allí donde la medicina ve una producción sin sentido, el delirio, Freud tiene la convicción de que el delirio del psicótico aloja en su interior algo relativo a la verdad de la historia del paciente, tema que retomará sobre el final de su obra. En Construcciones en psicoanálisis afirma que el delirio aloja en su interior un núcleo de verdad histórica. Puede considerarse que el mérito de Freud entre otros-  en torno al caso Schreber- es haber tomado su palabra absolutamente en serio.  A tal punto toma  Freud en serio las palabras del magistrado que,  sobre el final del caso, compara la teoría de la libido con el contenido del delirio de los rayos divinos; y se pregunta –no sin humor- si el delirio de Schreber no es acaso científico o si la teoría de la libido no tiene algo de delirio. 
        Lo alarmante es que esta falta de confianza, que mencionábamos más arriba, en el significante no es patrimonio exclusivo de cierto tipo de pacientes; es compartida por el discurso médico –se acallan las voces delirantes del loco, tal vez por el horror de la verdad que nombran. En relación con esto último, Lacan se sorprende con el hecho de que al psicótico no se le pregunte por el texto de las voces que escucha. En este sentido Freud toma al pie de la letra lo que dicen los pacientes, se detiene, inicialmente, en el poder de las palabras aportadas por la histérica en la cura. De esta forma, deja al síntoma la posibilidad de hablar. Movimiento que implica por parte del analista –a diferencia del hipnotizador- una renuncia a una posición de poder.
        En su libro El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis Maud Mannoni realiza una crítica tan lúcida como descarnada al discurso y el saber de la psiquiatría, así como también a sus prácticas frente a la locura. Influenciada por la antipsiquiatría cuestiona el lugar que la sociedad asigna al loco. Alerta sobre el riesgo de la posición médica en donde el experto es quien “sabe” acerca del sufrimiento del otro. Movimiento que borra al sujeto, a quien se priva de enunciar su verdad en tanto no hay allí una oreja a quien esta pueda ser dicha… No está de más preguntarse, en relación al analista y siguiendo en este punto las ideas de Piera Aulagnier, cuál es la fuente de su saber. Huelga decir que el saber del que se trata no se sitúa del lado del conocimiento ni de lo académico; por otra parte el llamado “análisis didáctico” (conjunción de dos términos inconciliables de lo cual mucho se ha hablado ya en la historia del psicoanálisis) muestra su fracaso en la ilusión de operar como garante del saber analítico en tanto experiencia del propio inconsciente. Gregorio Varemblitt dice con humor en los agradecimientos de su libro El concepto de realidad en psicoanálisis: “Por todo lo excelente recibido de E. Rodrigué, el autor le agradece enfáticamente que haya logrado ser su psicoanalista a pesar de haber sido su didacta.
 Maud Mannoni opina al respecto que cuando el análisis didáctico no ha dejado lugar al análisis el analista efectuará su propio análisis con su primer paciente. Esto da lugar, piensa Mannoni, a la posibilidad de actuaciones, somatizaciones e inclusive accidentes suicidas por parte del analista. Al respecto dice Mannoni: “La aplicación, en nombre de un saber instituido, de medidas intempestivas de “cura” no logra otra cosa que aplastar aquello de demanda hablar en el lenguaje de la locura, y al mismo tiempo lo fija en el delirio, con lo que aliena aun más al sujeto”
En relación al tema del saber dentro de la relación analítica, Octave Mannoni postula que en un análisis el saber siempre se espera del otro: si el paciente lo espera del analista, el analista lo espera del paciente. Este juego de espejos muestra, a la vez que vela, el hecho de que aquel de quien se espera el saber no es realmente alguien. Otro –con mayúsculas- siempre presente en la situación analítica. Por su parte, Piera Aulagnier se pregunta qué esperan y que oyen de nuestro discurso aquellos que vienen a demandarnos “saber” y al mismo tiempo qué espera y qué escucha el analista acerca de esa demanda que se le dirige. No está nunca de más recordar el llamado que hace Freud a los analistas en sus Escritos técnicos a “dejarse sorprender” por las fuerzas psíquicas intervinientes en el paciente. Lacan por su parte advierte a sus discípulos en el Seminario III acerca de que no traten de “comprender” al paciente. Cuando uno, ubicado en un lugar de saber, comprende demasiado, deja de hacerse preguntas y deja de escuchar
        El destino de la “enfermedad mental” depende de que se le dé o no al sujeto un espacio que permita traducir en palabras su padecimiento. En este sentido, el saber psiquiátrico objetiviza el sufrimiento del paciente haciéndolo desaparecer como sujeto hablante en el seno de una clasificación nosográfica.  El poder se ejerce y se despliega en un doble movimiento, en un doble requerimiento: de homogenización y a la vez de exclusión de lo que queda como resto, como deshecho.
        La regla clasificadora  -nos recuerda Michel Foucault-  domina tanto la teoría como la práctica médica: “Antes de ser tomada en el espesor del cuerpo, la enfermedad recibe una organización jerarquizada en familias, géneros y especies. Aparentemente no se trata más que de un “cuadro” que permite hacer sensible, al aprendizaje y a la memoria, el copioso dominio de las enfermedades” De esta forma, la enfermedad, al emerger bajo la mirada del médico, va a tomar forma objetivada en el cuerpo sufriente del sujeto. Es más, para conocer la verdad y la esencia del hecho patológico, el médico debe incluso abstraerse del enfermo, de su subjetividad y de la palabra que lo representa; saber apoyado sobre todo en la mirada para el cual la palabra del sujeto se presenta –las más de las veces- como un obstáculo.  En contrapunto con lo anterior la aventura analítica no tiene otro fin que el de abrir, para el sujeto que sufre, las vías de acceso a un saber que ha sido sustraído a la consciencia. De esta forma, el analista no entrega un saber al paciente sino que, desde su posición de abstinencia, permite la creación de un lugar, un espacio –el de la transferencia- que permitirá al sujeto dar sentido a su propia palabra, palabra atravesada por el desconocimiento y la mentira. Dicho de otra forma, considero que la función del analista no pasa por “enseñar” cosas al paciente sino por posibilitar mediante sus intervenciones que éste se haga preguntas.
       A la demanda del paciente (en el caso de la locura es siempre pertinente la pregunta acerca de quién demanda y qué se demanda) la psiquiatría responde mediante un diagnóstico que no abre ninguna perspectiva nueva al sujeto: opera más como clausura –de la palabra y de la historia- que como apertura que posibilite un cambio en la posición subjetiva del paciente. Mientras que el diagnóstico en psiquiatría opera un movimiento de generalización, es decir hace entrar al paciente en una categoría pre establecida, categoría que no representa al sujeto, conjunto previamente constituido que opera al modo de las clasificaciones botánicas; la práctica analítica se juega en relación al caso por caso y tiene un carácter absolutamente singular. Desde esta perspectiva, cada análisis es único y hay tantas neurosis obsesivas como neuróticos obsesivos hay. No hay dos histerias iguales ni ningún paciente en los libros. Quizás valga la pena aclarar en este punto que no estoy considerando que el psicoanalista deba rechazar el diagnóstico en tanto instrumento central en la psiquiatría. Pienso que los analistas deben saber diagnosticar rigurosamente: saber establecer un diagnóstico para después “dejarlo caer” y dar lugar a la palabra del sujeto y a su singularidad. Realizo esta aclaración porque en ciertos círculos analíticos el diagnóstico es considerado como mero prejuicio por parte del analista. El tema no se juega, quizás, tanto en abogar por un “sí al diagnóstico” o “no al diagnóstico” sino poder establecer y precisar el “para qué” del diagnóstico en la práctica que sostenemos como analistas. La impericia en el establecimiento del diagnóstico se traduce en un desconocimiento de los diferentes modos de funcionamiento psíquico presentes en la neurosis y en la psicosis; hay intervenciones analíticas que resultan operativas en los pacientes neuróticos y tremendamente iatrogénicas en el paciente psicótico y viceversa.
       Quizás sea la psicosis la patología que más empuja al otro a actuar en nombre del “bien del sujeto”. A menudo, el camino al infierno está sembrado de las mejores intenciones. La demanda de “curación” – ya sea que esté planteada por el paciente o por quienes lo rodean- encubre siempre algo del orden del imperativo moral. Al respecto dice Lacan: “Tenemos que saber a cada instante cuál debe ser nuestra relación efectiva –y podría agregarse “afectiva”- con el deseo de hacer el bien, el deseo de curar. Debemos contar con él como algo por naturaleza proclive a extraviarnos, en muchos casos instantáneamente”  Afirma también Lacan que el dominio del bien es el nacimiento del poder, dimensión del bien que levanta una muralla poderosa en la vía de nuestro deseo.  
En relación a la problemática del bien en la cura analítica Isidoro Gurman plantea: “¿Y  qué es curar? Uno puede decir que de la cura se ocupa mucha gente: se ocupan los médicos, los fonoaudiólogos, los psicólogos, los médicos psicoanalistas, la madre, la abuela, el padre. Es decir, hay un universo que se mueve en torno de la cura. La cura es convocada a propósito de un Mal, en función de un Bien posible.
       Me parece importante la cita para pensar cuál es la especificidad de la cura analítica en relación con las otras “curas” que se ponen en juego en torno al sufrimiento humano, sea este de índole neurótica o psicótica. Al alertar a los analistas acerca del furor curandis Freud define las bases de la posición del analista en la cura: la escucha se produce en abstinencia –a diferenciar de la “neutralidad”, abstinencia que, entre otras cosas, podríamos pensar como abstinencia de saber, es decir no precipitar sobre el otro –el paciente- saberes anticipados.
       En relación al tema que venimos considerando, relata Mannoni que en el período en que escribe El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis frecuenta a Winnicott. De él dice que la alienta a hablar del análisis en una lengua simple, en la lengua de todos los días, centrándose al máximo en la experiencia clínica. Según él –nos dice Mannoni- del paciente es de quien debo aprenderlo todo. Nuevamente la relación del analista con el saber se hace presente en estas palabras. Menciona también Mannoni en este texto que Winnicott lamentaba el hecho de que los adolescentes psicóticos no pudiesen, en momentos de crisis, hallar un lugar donde delirar sin que se ataje inmediatamente ese delirio con la aplicación de una quimioterapia apresurada; al mismo tiempo lamenta Winnicott que el analista acepte tan mal el hundimiento de un adolescente. Dice Winnicott a Maud Mannoni “Existe demasiado a menudo la preocupación, dice, de enderezar, de mantener de pie a un sujeto que demanda una ruptura y necesita existir primero en el rechazo. ¿Por qué- me dice- habla usted de “curar”, cuando a menudo basta con “acompañar” a un ser en su desamparo?”.  A su vez, y de manera similar a Winnicott, Octave Mannoni afirma que no se trata, para el psicoanalista, de combatir la crisis de la adolescencia, ni tampoco de “curarla” sino más bien de “acompañarla”, habla el autor de que el analista debe afrontar la crisis, lo cual no quiere decir ni soportar pasivamente ni reprimir ciegamente.
      Dar lugar, entonces, mediante la escucha al sufrimiento de alguien. Escucha que no moraliza ni juzga sino que se presenta como receptiva a lo que un sujeto tenga para decir, incluso para aquello que sólo puede ser dicho de manera delirante. Marca subjetivante de la palabra propia cuando permite integrar aquello que, por diversos motivos, ha sido expulsado de la historia. Dicho de otra forma –y esta vez siguiendo a Winnicott- se trataría de propiciar entonces que algo de eso no inscripto pueda ser puesto en palabras y puesto a cuenta de la historia personal. Verdad evanescente, nos recuerda Mannoni, que solamente puede manifestarse en un lugar diferente de aquel en que la buscamos.
       Coincido con el planteo de Maud Mannoni acerca de que sería deseable que los analistas no centren su trabajo exclusivamente en la práctica de sus consultorios privados. Pienso que es deseable que los analistas puedan estar presentes en las instituciones. Sabemos que si bien es imposible establecer un análisis “clásico” dentro de, por ejemplo, el marco institucional hospitalario, o psiquiátrico, o escolar, también es posible que, en los intersticios que toda institución deja, algo de un efecto analítico pueda operar. A menudo los analistas oscilan entre la impotencia –“es imposible el trabajo en la institución” a la omnipotencia –“se puede modificar absolutamente la institución, etc.”  Pienso que la presencia de un analista dentro de las instituciones puede dar la oportunidad de que la palabra del sujeto sea escuchada de una manera diferente, a la vez la experiencia del trabajo institucional suele ser muy rica para el analista a nivel de aprendizaje y experiencia.
       Acerca de la relación entre el psicoanalista y la institución psiquiátrica Emiliano Galende plantea que (…) “el psicoanálisis nunca avaló la exclusión-custodia de los enfermos mentales, siempre sostuvo una práctica de respeto por la palabra del enfermo, y una ética de la verdad y el deseo” Agrega el autor que  quizás no sea casual que el psicoanálisis se haga presente en el hospital psiquiátrico y asuma la representación de los restos de humanidad que aun alberga esta sociedad. Lugar marginal el del analista en sus relaciones con la medicina, desde sus orígenes. Lugar del analista que no es sino, tal vez, análogo a las cualidades del objeto del cual se ocupa. De esta forma, el analista es convocado a la institución psiquiátrica para que se ocupe de estos “restos”, para dominar o regular eso que no marcha, se espera de él una acción correctora específica: la sumisión del deseo a un orden educativo-normativo-adaptativo.
       Viene al caso el relato de una experiencia institucional: trabajé un par de años en una institución dedicada a la “rehabilitación” de adictos. Estas instituciones –aunque no era una característica predominante de la institución de la cual formé parte- suelen tener en común la percepción de “la droga” como un MAL que hay que eliminar en nombre de un BIEN, suenan y resuenan las expresiones del “flagelo” de la droga, etc.; de la misma manera que el saber médico-psiquiátrico considera a la locura un mal. Lógica esquizo- paranoide que suele dejar de lado una interrogación en relación al sujeto. De manera similar al enfermo psiquiátrico que se identifica con este lugar que desde el discurso médico le es asignado, el del loco, el paciente adicto suele hacer suplencia del nombre propio nombrándose como “adicto”. La dimensión subjetiva, de la cual el nombre propio es soporte, se borra y “adicto” suele pasar a ser el nombre ortopédico que brinda cierta consistencia a la endeblez del yo. Desde este punto de vista, plantear una institución “para adictos” contribuye, sin dudas, a fijar al sujeto en esa identificación tan invalidante como mortífera. Lo siniestro del asunto es la forma en que, tanto el loco como el adicto, reproducen el mismo discurso que los segrega. Por supuesto el analista deberá estar advertido del riesgo de medicalización, tanto de su discurso como de las intervenciones que realiza. La “rehabilitación” ofrecida al adicto, más que centrarse en criterios esencialmente adaptativos o normativos, tendría que apuntar a re-habilitar a alguien en relación a su deseo y a la palabra que lo representa. Esto implica de alguna forma, por parte del analista en la institución, una interrogación permanente acerca de los actos que realiza. Si el psicoanálisis es por definición cuestionador (de la cultura, de la posición imaginaria del sujeto en relación a su sufrimiento, etc.) también debe estar en condiciones de cuestionar e interrogar permanentemente su propio discurso y su propia práctica.
       Al respecto señala Lacan que el analista tiene que pagar algo para sostener su función, a saber: paga con palabras, es decir, sus interpretaciones; paga con su persona, en la medida en que –por la transferencia- es literalmente desposeído de ella y finalmente es necesario que pague con un juicio en lo concerniente a su acción. Esta –nos dice lacan- es una exigencia mínima para el analista. Ética del analista que lo lleva a examinar cada vez la relación de la acción con el deseo que la habita. Acción que en parte permanece velada para el analista mismo. Hueco en el saber que abre la dimensión del enigma a soportar.
       La apuesta, una vez más, consiste en tratar de derivar por lo psíquico eso que, por no decible, tiende a ser puesto en acto. Ofrecer un espacio de simbolización es, en algunas ocasiones, una experiencia privilegiada para un sujeto donde algo puede ser nombrado por primera vez.