sábado, 2 de junio de 2012

Adicciones y Mal- estar en la cultura

Cómo soportar, se pregunta Freud, la errancia de la pulsión, la imposibilidad de encuentro pleno entre la pulsión y su objeto. Marca trágica de la sexualidad humana que re-vela –en un movimiento repetido- la imposibilidad de acceso total a aquello que se desea. El acceso a la cultura implicará entonces ciertas operaciones de renuncia pulsional –prohibición del incesto mediante- cuya consecuencia será –nos dice Freud- la infelicidad: Cito a Freud: “…nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas”.  No hay entonces acceso a la cultura sin costo: La neurosis y el superyó serán el peaje necesario para este acceso. Entonces, podría pensarse a la neurosis como el mal- estar en el campo de la cultura.
En El Malestar en la cultura Freud menciona que para soportar la vida son imprescindibles los quitapenas, los lenitivos. Freud va a nombrar algunos: el arte, la religión, la filosofía, la neurosis, los tóxicos. Ante la renuncia pulsional el tóxico aparece, imaginariamente, como un velo capaz de restituir imaginariamente un goce perdido que ha devenido insoportable. Cito a Freud:
“Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos (…) Los hay quizás de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutas que la reducen, narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es imprescindible”. 
Y más adelante agrega:
“El aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino la quietud”.
Retomo la cita: la relación con el otro, el desear, implicará una dimensión en donde la ausencia de ese otro –en este sentido tanto fuente de placer como de dolor- no es controlable ni manejable. Es decir, establecer un vínculo con otro va a implicar siempre una relación con la ausencia de ese otro. Es difícil soportar que la mente del otro sea enigmática, inaccesible hasta cierto punto; es dificultoso soportar el misterio que significa la mente del otro. Siguiendo en este punto a Piera Aulagnier diría que hay en el sujeto placer por representar el deseo y al mismo tiempo deseo de no desear, de no representar, de abolir todo deseo y toda representación. Recordemos que en Freud el representar y el desear son consecuencia y efecto de la pérdida del objeto originario. La quietud, el repliegue narcisista estarían del lado de un intento –mortífero- de acallar el ruido producido por Eros. Si, a partir del veinte, la pulsión de muerte se presenta como fuerza desligante –tanto de las representaciones como de los vínculos eróticos con el objeto- la clínica actual muestra variadas formas de repliegue narcisista en donde lo que prima es la ilusión de abolir toda distancia con el objeto o desinvestimentos objetales, abolición del otro cuyo efecto paradójico es que se pierde una de las dimensiones esenciales de lo humano. Dice Freud en el Malestar en la cultura “Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor”. Entre los ideales propuestos por la cultura está aquel que propone –según la expresión de Emiliano Galende- una “subjetividad sin tragedia”. Renegación mediante, se intenta abolir todas aquellas manifestaciones de la condición trágica del ser humano, la supresión de la alteridad, de la diferencia.
 Sería una de las líneas a pensar en relación al tema de la adicción.
Soportar entonces la vida conlleva a la pregunta de cómo hacer tolerable la ausencia del objeto y, en todo caso, de qué forma de ausencia se trata en un sujeto y con qué recursos cuenta. Sabemos que en la neurosis el recurso es la representación, el sueño, la fantasía e, inclusive, el síntoma. El objeto ausente es representable porque ha habido una introyección del mismo, se puede evocar al objeto ausente por medio del recuerdo, de la representación. Está, entonces, el recurso de la representación que podríamos situar en una secuencia que va de la primera experiencia de satisfacción, al fort-da, a la perdida de los objetos parciales de la pulsión, a la castración. Pérdidas a atravesar y que tienen un valor estructurante, intermediada por tiempos lógicos y cronológicos. (que en esto son importantes)
Si en la neurosis la pérdida se juega, más que nada, al modo de la castración; en las estructuras más de borde la pérdida es vacio, abismo sin límites y las angustias se juegan alrededor de la intrusión o la separación. Verdadero pasaje de la abstinencia de goce, de la carencia de goce inherente a la prohibición del incesto, al vacío, más que nada, vacío de representación que deviene en terror.
La pulsión no mediatizada por representantes su ubica del lado de lo tóxico, lo traumático, el modelo es el acto, más que el sueño. Joyce McDougall habla de acto-síntoma para describir estados en los cuales cantidades de energía no metabolizadas deben ser descargadas mediante ciertos actos que aparecen en lugar de lo que debería haber sido una representación mental, una elaboración psíquica. Para usar una expresión de ella, la salida adictiva, -como técnica de supervivencia- tiene que ver con el lugar y la función que un objeto tiene en la economía psíquica del sujeto. En este sentido, cualquier objeto u actividad puede cumplir una función adictiva: relaciones de pareja donde el otro funciona como objeto de necesidad narcisista, compras, comida, internet, el psicoanálisis mismo: Puestas en acto donde ilusoriamente se borra una ausencia y se maneja imaginaria y mágicamente la presencia y la ausencia del objeto. Actividades de descarga cercanas al funcionamiento psíquico de un bebé. Dice Mc Dougall: “un infans (sin palabras) al no tener acceso al uso del pensamiento verbal está empujado a responder desde la acción dirigida a descargar la experiencia de dolor y a comunicar su estado de necesidad”.
Winnicott hablaba, en relación al vínculo inicial madre-bebé de una “preocupación maternal primaria” que consiste en que la medre está en un estado mental de identificación casi total con las necesidades de su bebé. Aquí es importante el “casi” porque deja un resto, una distancia que opera como una potencialidad simbólica. Esta identificación con las necesidades vitales y psíquicas del bebé permite realizar las actividades de sostén. En este sentido, la madre suficientemente buena, no perfecta –ya que esa sería una madre psicotizante- es la que puede dar sostén con su presencia simbolizante y también puede ausentarse. Hay madres que no soportan ausentarse, dejarse sustituir, dejar espacios de ausencia para ser pensadas: se instala precozmente una relación adictiva, por parte del niño, a la presencia materna y a sus cuidados. Hay entonces un fracaso, por exceso de presencia, en instalar intrapsíquicamente la representación del objeto materno: esto deriva en una dificultad en identificarse con dichas representaciones internas que permiten contener las experiencias afectivas, autocalmarse en momentos de tensión, de angustia, externa o interna.
El fracaso del recurso a la representación lleva entonces a intentos, siempre fallidos, de cancelación tóxica del dolor mediante un objeto externo. Objetos que dispersan el afecto mediante la dependencia, el intercambio agresivo o el contacto sexual compulsivo. La actividad adictiva viene como suplencia del objeto transicional que no se ha llegado a construir, deslizamiento desde el objeto transicional a los objetos “transitorios”, al decir de McDougall. Lo compulsivo entonces es testimonio del fracaso en la ligazón de la pulsión, intento autocuración de ciertos estados psíquicos que cabría agrupar en:
a-      angustias neuróticas
b-      angustias paranoides y estados depresivos severos
c-      angustias psicóticas.
En los tres estados subyace un terror al vacio que amenaza la identidad subjetiva. De allí que, no en pocas ocasiones, “adicto” funcione como una especie de tarjeta de presentación que hace a una suerte de suplencia a algo del nombre propio que no se ha llegado a constituir. Prótesis de una identificación fallida en donde el “soy” adicto revela algo de la dimensión del ser, de la pseudo consistencia yoica, del déficit o del exceso de presencia materna que siempre tendrá algo de maligno. Uno de los problemas es que la demanda de análisis no se puede instalar sólo en nombre de la “toxicomanía”. Es necesaria una interrogación por parte del sujeto de la posición que ocupa en relación a su sufrimiento. Es responsabilidad del analista no hacer más consistente esta ortopedia identificatoria con la cual el sujeto se presenta.
Señala Fernando Gueverovich que “el hecho de que nuestro tiempo sea testigo de una mutación de lo simbólico puede observarse especialmente en la evolución de la jerga popular en el sentido de una des-metaforización: las estructuras “con síntomas” (neurosis, psicosis, perversiones) portadoras de sentido, de metáforas, se verían progresivamente reemplazadas por estructuras “con prótesis”: bulimia, anorexia, adicciones, depresión esencial, es decir, caída del tono afectivo”. La adicción, la bulimia, la anorexia efectúan este pasaje del síntoma a la prótesis, del sueño al acto. Es interesante destacar el hecho de que Freud realiza el pasaje inverso en su devenir analista: de la cocaína al sueño.
Es posible demarcar dos vías adictivas: aquella en la que la adicción aparece como un intento de acotar una presencia materna cuyo exceso impide la pérdida de goce necesaria para producir el trabajo de los representantes y del deseo y aquella otra en que lo adictivo aparece haciendo suplencia de ciertos déficits en la función materna: en este último sentido Alan Fine menciona que “la adicción estará allí para llenar ese defecto, incluso la brecha pulsional y narcisista del yo, para llenar también las angustias arcaicas surgidas de un hostigamiento ilusorio” Riesgo de invasión por parte de la pulsión de muerte, de lo traumático que, en una repetición al infinito es testimonio del fracaso en la simbolización. Dice Héctor López: “Además de desdeñar una teoría que coloque como causa a lo cultural y social, Freud, pareciera indicar que la intoxicación es el efecto de una incapacidad para establecer una mediación entre el sujeto y el objeto, función que generalmente otorga a la fantasía” Fantasía, sueño, como modos de tramitación pulsional parecen estar narcotizados o no constituidos como recursos en la adicción. Esto lleva a López a afirmar que la adicción es una dimensión que no funciona según la lógica del significante, sino según la indecibilidad de lo real: Cito a Héctor López: “Si el sujeto, para interponer el nivel fantasmático ante lo real del goce, recurre a la droga, es porque algo falla en la organización de la fantasía…”.  Patologías del acto que aparecen como figuración fallida de lo no pensable. El tóxico funciona como una barrera frente al dolor, dolor que deviene impensable, improcesable, innombrable y sólo puede ser puesto en acto.  Julia Kristeva afirma que “…en la medida en que es pensado-escrito-representado, este goce es un atravesamiento del mal, razón por la cual constituye, quizás la manera más profunda de evitar ese mal que sería…el cese de la representación y de la interrogación”
       He tenido una experiencia de trabajo con pacientes adictos internados en modalidad de comunidad terapéutica, allí es posible observar que, en general, estos pacientes presentan aspectos muy transgresivos. Por ejemplo, todas las reglas de la institución son frecuentemente burladas; en las historias personales generalmente se encuentran deprivaciones –en el sentido de Winnicott- junto con ausencia de registro de la ley o un sistemático ataque a ésta. El tóxico funciona inicialmente como un objeto idealizado y posteriormente como un objeto muy persecutorio, la lógica de pensamiento persistente es esquizo-paranoide; independientemente de que el consumo haya sido abandonado. La relación con el tóxico, el modo del tratamiento del dolor donde aparece como impuesta una cancelación tóxica del mismo (a falta de otros recursos) siempre tiene algo de tiránica.
Resulta también un fenómeno interesante el hecho de que la institución, muy frecuentemente, “reproduce” en su discurso y funcionamiento este mismo modo de pensamiento: la droga como “mal”, como “flagelo” son muestras del maniqueísmo enquistado como patología institucional. Es parte del lugar del analista no hablar en nombre del “bien” sino interrogar las condiciones de producción  de los fenómenos de la subjetividad promoviendo un cambio de posición en el sujeto. 
La abstinencia del paciente es un tema controversial en el llamado “tratamiento de las adicciones” (y esta manera forma coloquial denuncia una encerrona, un obstáculo en tanto como analistas hay el riesgo de reproducir el borramiento del sujeto operado por el tóxico: el riesgo de que adicto borre a sujeto, es decir, no tratamos adictos o adicciones, tratamos sujetos, apostamos –inclaudicablemente, al sujeto). ¿Exigir la abstinencia como condición del encuadre? ¿Es la abstinencia exigida al paciente una oscilación entre la posición analítica y la posición médica? ¿Se puede exigir al sujeto que prescinda del tóxico cuando no hay recursos –por el momento- para realizar una sustitución por la vía significante? En ocasiones la prohibición dictada por un terapeuta o una institución puede ser entendida por el sujeto como un sacrificio que empuja a pasar al acto. ¿Hay una clínica de las adicciones o con las adicciones? La clínica con sujetos que sostienen una adicción, como toda clínica cuyo marco es la urgencia, coloca al analista frente a una encrucijada. La de su propia abstinencia. Abstinencia que es su máxima implicación, abstinencia que no es neutralidad sino apuesta a producir un espacio de simbolización. Es necesaria la confianza en el método sin desmentir sus límites, confianza en el método es no actuar como bombero, ni normalizador, ni salvador de almas. Le Poulichet nos pone sobre aviso: la adicción propicia una prisa por concluir rellenando los inquietantes huecos que denuncia en nuestro saber y en nuestro hacer y en nuestro saber-hacer.  Y la adicción propicia también una tentación de curar y de salvar a un paciente, técnica activa mediante.  En este punto Le Poulichet nos dice que “…parece escencial que el analista pueda situarse de tal modo que no está en posición de prohibir ni prescribir nada, y el paciente regle por sí mismo su elección frente a la cura: que en todos los casos ésta sea asunto de él”; en este sentido lo único que un analista puede demandar es que un trabajo sea posible, que el paciente se organice para estar en condiciones de hablar de sí mismo en las sesiones.  
Por el lado de la clínica:
Durante un par de años trabajé en una institución de las llamadas “para adictos”. Parte de mi trabajo consistía en “hacer guardias”, la palabra, ahora que la escribo- y retroactivamente- me hace pensar en toda una posición a delimitar: podría haber titulado este trabajo “Sobre la función de un analista en posición de guardia” –cosa que en aquel tiempo, tiempo de mis comienzos en la práctica, me interrogaba mucho. Se me ocurre pensar que, más que en guardia al estilo policíaco –cosa que abunda en las comunidades terapéuticas- la función de “un” analista de guardia tiene que ver no con el funcionamiento del superyó sino con ser guardia de una apuesta por la producción simbólica, historizante. Si, tal como decía Freud el sueño es el guardián del dormir, el analista es el guardián del trabajo elaborativo, trabajo que tendría que tender –en los intersticios que deja todo sistema institucional- a instaurar un espacio de producción significante. Es muy difícil trasladar el dispositivo analítico a la institución. En las instituciones a veces hay que intervenir en los pasillos, en los baños, en la mesa durante el desayuno. Pero no es lo mismo que estas intervenciones –en los márgenes, marginales- las haga un enfermero, un médico, un juez o que las haga un analista.
No hay cuadros de Freud en las comunidades terapéuticas, mucho menos divanes. Pero, a veces hay analistas, que el diván lo tienen en la cabeza, porque han introyectado la función analítica. Darle lugar al otro, aunque por el momento no haya palabras, y mejor no forzar las palabras cuando no las hay. Hay que tener muy en cuenta que caer del otro no sólo es terrorífico, sino peligroso. Entonces, ya sea en un consultorio privado o en una institución esta posición creo que es imprescindible: poder darle lugar al sujeto. Desde el deseo de escucharlo y no de educarlo, medicalizarlo o castigarlo. La apuesta es dar un espacio donde una simbolización posible pueda advenir.