sábado, 2 de junio de 2012

Adicciones y Mal- estar en la cultura

Cómo soportar, se pregunta Freud, la errancia de la pulsión, la imposibilidad de encuentro pleno entre la pulsión y su objeto. Marca trágica de la sexualidad humana que re-vela –en un movimiento repetido- la imposibilidad de acceso total a aquello que se desea. El acceso a la cultura implicará entonces ciertas operaciones de renuncia pulsional –prohibición del incesto mediante- cuya consecuencia será –nos dice Freud- la infelicidad: Cito a Freud: “…nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas”.  No hay entonces acceso a la cultura sin costo: La neurosis y el superyó serán el peaje necesario para este acceso. Entonces, podría pensarse a la neurosis como el mal- estar en el campo de la cultura.
En El Malestar en la cultura Freud menciona que para soportar la vida son imprescindibles los quitapenas, los lenitivos. Freud va a nombrar algunos: el arte, la religión, la filosofía, la neurosis, los tóxicos. Ante la renuncia pulsional el tóxico aparece, imaginariamente, como un velo capaz de restituir imaginariamente un goce perdido que ha devenido insoportable. Cito a Freud:
“Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos (…) Los hay quizás de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutas que la reducen, narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es imprescindible”. 
Y más adelante agrega:
“El aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino la quietud”.
Retomo la cita: la relación con el otro, el desear, implicará una dimensión en donde la ausencia de ese otro –en este sentido tanto fuente de placer como de dolor- no es controlable ni manejable. Es decir, establecer un vínculo con otro va a implicar siempre una relación con la ausencia de ese otro. Es difícil soportar que la mente del otro sea enigmática, inaccesible hasta cierto punto; es dificultoso soportar el misterio que significa la mente del otro. Siguiendo en este punto a Piera Aulagnier diría que hay en el sujeto placer por representar el deseo y al mismo tiempo deseo de no desear, de no representar, de abolir todo deseo y toda representación. Recordemos que en Freud el representar y el desear son consecuencia y efecto de la pérdida del objeto originario. La quietud, el repliegue narcisista estarían del lado de un intento –mortífero- de acallar el ruido producido por Eros. Si, a partir del veinte, la pulsión de muerte se presenta como fuerza desligante –tanto de las representaciones como de los vínculos eróticos con el objeto- la clínica actual muestra variadas formas de repliegue narcisista en donde lo que prima es la ilusión de abolir toda distancia con el objeto o desinvestimentos objetales, abolición del otro cuyo efecto paradójico es que se pierde una de las dimensiones esenciales de lo humano. Dice Freud en el Malestar en la cultura “Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor”. Entre los ideales propuestos por la cultura está aquel que propone –según la expresión de Emiliano Galende- una “subjetividad sin tragedia”. Renegación mediante, se intenta abolir todas aquellas manifestaciones de la condición trágica del ser humano, la supresión de la alteridad, de la diferencia.
 Sería una de las líneas a pensar en relación al tema de la adicción.
Soportar entonces la vida conlleva a la pregunta de cómo hacer tolerable la ausencia del objeto y, en todo caso, de qué forma de ausencia se trata en un sujeto y con qué recursos cuenta. Sabemos que en la neurosis el recurso es la representación, el sueño, la fantasía e, inclusive, el síntoma. El objeto ausente es representable porque ha habido una introyección del mismo, se puede evocar al objeto ausente por medio del recuerdo, de la representación. Está, entonces, el recurso de la representación que podríamos situar en una secuencia que va de la primera experiencia de satisfacción, al fort-da, a la perdida de los objetos parciales de la pulsión, a la castración. Pérdidas a atravesar y que tienen un valor estructurante, intermediada por tiempos lógicos y cronológicos. (que en esto son importantes)
Si en la neurosis la pérdida se juega, más que nada, al modo de la castración; en las estructuras más de borde la pérdida es vacio, abismo sin límites y las angustias se juegan alrededor de la intrusión o la separación. Verdadero pasaje de la abstinencia de goce, de la carencia de goce inherente a la prohibición del incesto, al vacío, más que nada, vacío de representación que deviene en terror.
La pulsión no mediatizada por representantes su ubica del lado de lo tóxico, lo traumático, el modelo es el acto, más que el sueño. Joyce McDougall habla de acto-síntoma para describir estados en los cuales cantidades de energía no metabolizadas deben ser descargadas mediante ciertos actos que aparecen en lugar de lo que debería haber sido una representación mental, una elaboración psíquica. Para usar una expresión de ella, la salida adictiva, -como técnica de supervivencia- tiene que ver con el lugar y la función que un objeto tiene en la economía psíquica del sujeto. En este sentido, cualquier objeto u actividad puede cumplir una función adictiva: relaciones de pareja donde el otro funciona como objeto de necesidad narcisista, compras, comida, internet, el psicoanálisis mismo: Puestas en acto donde ilusoriamente se borra una ausencia y se maneja imaginaria y mágicamente la presencia y la ausencia del objeto. Actividades de descarga cercanas al funcionamiento psíquico de un bebé. Dice Mc Dougall: “un infans (sin palabras) al no tener acceso al uso del pensamiento verbal está empujado a responder desde la acción dirigida a descargar la experiencia de dolor y a comunicar su estado de necesidad”.
Winnicott hablaba, en relación al vínculo inicial madre-bebé de una “preocupación maternal primaria” que consiste en que la medre está en un estado mental de identificación casi total con las necesidades de su bebé. Aquí es importante el “casi” porque deja un resto, una distancia que opera como una potencialidad simbólica. Esta identificación con las necesidades vitales y psíquicas del bebé permite realizar las actividades de sostén. En este sentido, la madre suficientemente buena, no perfecta –ya que esa sería una madre psicotizante- es la que puede dar sostén con su presencia simbolizante y también puede ausentarse. Hay madres que no soportan ausentarse, dejarse sustituir, dejar espacios de ausencia para ser pensadas: se instala precozmente una relación adictiva, por parte del niño, a la presencia materna y a sus cuidados. Hay entonces un fracaso, por exceso de presencia, en instalar intrapsíquicamente la representación del objeto materno: esto deriva en una dificultad en identificarse con dichas representaciones internas que permiten contener las experiencias afectivas, autocalmarse en momentos de tensión, de angustia, externa o interna.
El fracaso del recurso a la representación lleva entonces a intentos, siempre fallidos, de cancelación tóxica del dolor mediante un objeto externo. Objetos que dispersan el afecto mediante la dependencia, el intercambio agresivo o el contacto sexual compulsivo. La actividad adictiva viene como suplencia del objeto transicional que no se ha llegado a construir, deslizamiento desde el objeto transicional a los objetos “transitorios”, al decir de McDougall. Lo compulsivo entonces es testimonio del fracaso en la ligazón de la pulsión, intento autocuración de ciertos estados psíquicos que cabría agrupar en:
a-      angustias neuróticas
b-      angustias paranoides y estados depresivos severos
c-      angustias psicóticas.
En los tres estados subyace un terror al vacio que amenaza la identidad subjetiva. De allí que, no en pocas ocasiones, “adicto” funcione como una especie de tarjeta de presentación que hace a una suerte de suplencia a algo del nombre propio que no se ha llegado a constituir. Prótesis de una identificación fallida en donde el “soy” adicto revela algo de la dimensión del ser, de la pseudo consistencia yoica, del déficit o del exceso de presencia materna que siempre tendrá algo de maligno. Uno de los problemas es que la demanda de análisis no se puede instalar sólo en nombre de la “toxicomanía”. Es necesaria una interrogación por parte del sujeto de la posición que ocupa en relación a su sufrimiento. Es responsabilidad del analista no hacer más consistente esta ortopedia identificatoria con la cual el sujeto se presenta.
Señala Fernando Gueverovich que “el hecho de que nuestro tiempo sea testigo de una mutación de lo simbólico puede observarse especialmente en la evolución de la jerga popular en el sentido de una des-metaforización: las estructuras “con síntomas” (neurosis, psicosis, perversiones) portadoras de sentido, de metáforas, se verían progresivamente reemplazadas por estructuras “con prótesis”: bulimia, anorexia, adicciones, depresión esencial, es decir, caída del tono afectivo”. La adicción, la bulimia, la anorexia efectúan este pasaje del síntoma a la prótesis, del sueño al acto. Es interesante destacar el hecho de que Freud realiza el pasaje inverso en su devenir analista: de la cocaína al sueño.
Es posible demarcar dos vías adictivas: aquella en la que la adicción aparece como un intento de acotar una presencia materna cuyo exceso impide la pérdida de goce necesaria para producir el trabajo de los representantes y del deseo y aquella otra en que lo adictivo aparece haciendo suplencia de ciertos déficits en la función materna: en este último sentido Alan Fine menciona que “la adicción estará allí para llenar ese defecto, incluso la brecha pulsional y narcisista del yo, para llenar también las angustias arcaicas surgidas de un hostigamiento ilusorio” Riesgo de invasión por parte de la pulsión de muerte, de lo traumático que, en una repetición al infinito es testimonio del fracaso en la simbolización. Dice Héctor López: “Además de desdeñar una teoría que coloque como causa a lo cultural y social, Freud, pareciera indicar que la intoxicación es el efecto de una incapacidad para establecer una mediación entre el sujeto y el objeto, función que generalmente otorga a la fantasía” Fantasía, sueño, como modos de tramitación pulsional parecen estar narcotizados o no constituidos como recursos en la adicción. Esto lleva a López a afirmar que la adicción es una dimensión que no funciona según la lógica del significante, sino según la indecibilidad de lo real: Cito a Héctor López: “Si el sujeto, para interponer el nivel fantasmático ante lo real del goce, recurre a la droga, es porque algo falla en la organización de la fantasía…”.  Patologías del acto que aparecen como figuración fallida de lo no pensable. El tóxico funciona como una barrera frente al dolor, dolor que deviene impensable, improcesable, innombrable y sólo puede ser puesto en acto.  Julia Kristeva afirma que “…en la medida en que es pensado-escrito-representado, este goce es un atravesamiento del mal, razón por la cual constituye, quizás la manera más profunda de evitar ese mal que sería…el cese de la representación y de la interrogación”
       He tenido una experiencia de trabajo con pacientes adictos internados en modalidad de comunidad terapéutica, allí es posible observar que, en general, estos pacientes presentan aspectos muy transgresivos. Por ejemplo, todas las reglas de la institución son frecuentemente burladas; en las historias personales generalmente se encuentran deprivaciones –en el sentido de Winnicott- junto con ausencia de registro de la ley o un sistemático ataque a ésta. El tóxico funciona inicialmente como un objeto idealizado y posteriormente como un objeto muy persecutorio, la lógica de pensamiento persistente es esquizo-paranoide; independientemente de que el consumo haya sido abandonado. La relación con el tóxico, el modo del tratamiento del dolor donde aparece como impuesta una cancelación tóxica del mismo (a falta de otros recursos) siempre tiene algo de tiránica.
Resulta también un fenómeno interesante el hecho de que la institución, muy frecuentemente, “reproduce” en su discurso y funcionamiento este mismo modo de pensamiento: la droga como “mal”, como “flagelo” son muestras del maniqueísmo enquistado como patología institucional. Es parte del lugar del analista no hablar en nombre del “bien” sino interrogar las condiciones de producción  de los fenómenos de la subjetividad promoviendo un cambio de posición en el sujeto. 
La abstinencia del paciente es un tema controversial en el llamado “tratamiento de las adicciones” (y esta manera forma coloquial denuncia una encerrona, un obstáculo en tanto como analistas hay el riesgo de reproducir el borramiento del sujeto operado por el tóxico: el riesgo de que adicto borre a sujeto, es decir, no tratamos adictos o adicciones, tratamos sujetos, apostamos –inclaudicablemente, al sujeto). ¿Exigir la abstinencia como condición del encuadre? ¿Es la abstinencia exigida al paciente una oscilación entre la posición analítica y la posición médica? ¿Se puede exigir al sujeto que prescinda del tóxico cuando no hay recursos –por el momento- para realizar una sustitución por la vía significante? En ocasiones la prohibición dictada por un terapeuta o una institución puede ser entendida por el sujeto como un sacrificio que empuja a pasar al acto. ¿Hay una clínica de las adicciones o con las adicciones? La clínica con sujetos que sostienen una adicción, como toda clínica cuyo marco es la urgencia, coloca al analista frente a una encrucijada. La de su propia abstinencia. Abstinencia que es su máxima implicación, abstinencia que no es neutralidad sino apuesta a producir un espacio de simbolización. Es necesaria la confianza en el método sin desmentir sus límites, confianza en el método es no actuar como bombero, ni normalizador, ni salvador de almas. Le Poulichet nos pone sobre aviso: la adicción propicia una prisa por concluir rellenando los inquietantes huecos que denuncia en nuestro saber y en nuestro hacer y en nuestro saber-hacer.  Y la adicción propicia también una tentación de curar y de salvar a un paciente, técnica activa mediante.  En este punto Le Poulichet nos dice que “…parece escencial que el analista pueda situarse de tal modo que no está en posición de prohibir ni prescribir nada, y el paciente regle por sí mismo su elección frente a la cura: que en todos los casos ésta sea asunto de él”; en este sentido lo único que un analista puede demandar es que un trabajo sea posible, que el paciente se organice para estar en condiciones de hablar de sí mismo en las sesiones.  
Por el lado de la clínica:
Durante un par de años trabajé en una institución de las llamadas “para adictos”. Parte de mi trabajo consistía en “hacer guardias”, la palabra, ahora que la escribo- y retroactivamente- me hace pensar en toda una posición a delimitar: podría haber titulado este trabajo “Sobre la función de un analista en posición de guardia” –cosa que en aquel tiempo, tiempo de mis comienzos en la práctica, me interrogaba mucho. Se me ocurre pensar que, más que en guardia al estilo policíaco –cosa que abunda en las comunidades terapéuticas- la función de “un” analista de guardia tiene que ver no con el funcionamiento del superyó sino con ser guardia de una apuesta por la producción simbólica, historizante. Si, tal como decía Freud el sueño es el guardián del dormir, el analista es el guardián del trabajo elaborativo, trabajo que tendría que tender –en los intersticios que deja todo sistema institucional- a instaurar un espacio de producción significante. Es muy difícil trasladar el dispositivo analítico a la institución. En las instituciones a veces hay que intervenir en los pasillos, en los baños, en la mesa durante el desayuno. Pero no es lo mismo que estas intervenciones –en los márgenes, marginales- las haga un enfermero, un médico, un juez o que las haga un analista.
No hay cuadros de Freud en las comunidades terapéuticas, mucho menos divanes. Pero, a veces hay analistas, que el diván lo tienen en la cabeza, porque han introyectado la función analítica. Darle lugar al otro, aunque por el momento no haya palabras, y mejor no forzar las palabras cuando no las hay. Hay que tener muy en cuenta que caer del otro no sólo es terrorífico, sino peligroso. Entonces, ya sea en un consultorio privado o en una institución esta posición creo que es imprescindible: poder darle lugar al sujeto. Desde el deseo de escucharlo y no de educarlo, medicalizarlo o castigarlo. La apuesta es dar un espacio donde una simbolización posible pueda advenir.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Acerca de lo marginal

Lo marginal es aquello  que hace a la estofa del psicoanálisis. En mis lecturas prefiero la escritura al margen que la monotonía del resumen. Prefiero lo disperso de la nota con grafía apresurada que se escribe a un costado de la hoja que la seguridad de la síntesis, esa especie de burocracia intelectual que termina por reducir el texto y volverlo ecolálico.
De esta forma, en la clínica, vamos transitando por los detalles, lo marginal del detalle, ese desliz al hablar, esa homofonía que produce cambios de vía en la intención consciente del decir, ese elemento  absurdo del sueño, que no encaja, esta tos, ese carraspeo al hablar, esas filigranas del inconsciente.
Escena psíquica marginal, la del inconsciente, esa otra escena donde todo transcurre sin tiempo, sin contradicción, en una lógica otra que la de la consciencia, imperceptible, salvo por sus rastros. Cada vez tiendo más a pensar que el trabajo del analista como un oficio más que como una profesión.  Tal vez, uno de los oficios más extraños, donde a aquel que sufre se lo conmina a hablar y decirlo todo. A su vez nos comprometemos a escuchar. Escuchamos los restos, eso que cae por fuera de la historia oficial, historias marginales. Soportamos el resto, trabajamos de soporte: soporte de la transferencia.
Freud no cede. Tiene una convicción, no la suelta. Sus textos, Freud (¿es separable Freud sujeto de su producción escrita?) no ceden, en dos sentidos: no ceden en sus palabras y, por otro lado, no ceden al paso del tiempo. Aguantan, todavía dicen mucho. Intentamos no ceder, no soltar, defender nuestro método, que no es otra cosa que nuestra posición abstinente.
Si el analista tiene un oficio entonces, no es otro que el del tropiezo: los tropiezos de la historia deseante, de los amores perdidos, de las palabras que caen y se levantan, de los traumatismos que no llegan a articularse, de los dolores ahogados. Lo irreductible del tropiezo humano que, trágicamente para unos y tragicómicamente para otros, denuncia que el deseo humano no es reductible a la necesidad.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Algunas notas sobre el espacio analítico

       Este escrito surge como un intento de puesta en cuestión, de continuar la impronta freudiana de permanente interrogación sobre aquello que define el quehacer del analista en su acto, de un permanente intento de dar cuenta de la implicación en aquello que sostenemos como práctica.
        Un primer punto que nos interroga, y la cuestión no es nueva: ¿qué es lo que permite situar una determinada práctica como enmarcada dentro del psicoanálisis? Dicho de otro modo: ¿qué es lo que permite a alguien sostener que algo es psicoanálisis o no lo es? ¿Podría caracterizarse el psicoanálisis, por ejemplo, por el uso del diván? Al respecto, Juan David Nasio sugiere que lo indispensable para considerar una práctica como psicoanalítica es el acto inaugural en donde es enunciada la regla fundamental.
       La cuestión, entonces, insiste: ¿Qué caracteriza a determinado espacio como analítico, qué es lo propio del análisis? ¿La transferencia? ¿Es la frecuencia de sesiones semanales? Lo propio del análisis es el Método analítico: recordemos a Freud: el análisis es para él:
1-      un método de investigación para indagar los procesos anímicos inconscientes
2-      una terapéutica
3-      una teoría

Notemos entonces, y la cuestión es firmemente resaltada por Laplanche, que lo que se ubica en primer lugar es la cuestión del método cuya implementación coincide con el punto 2. De allí que Freud sostuviera el lazo entre terapéutica e investigación.

 Entonces se podría pensar: hay potencialidad de análisis a partir de que el analista enuncia la REGLA FUNDAMENTAL del método, a partir de que aquello que da sostén lógico al método es enunciado por alguien.

-          Sobre el uso del diván: ¿cuál es su lógica?
a-      al salirse el analista fuera del campo visual del paciente va a promover la emergencia de imágenes en el paciente, puesta en escena de otro tipo de representaciones a las verbales. Aunque, por supuesto, no sin ellas.
b-      Acotamiento de lo imaginario en provecho de una apuesta a la emergencia de lo simbólico, acotamiento de la pulsión escópica (tanto para el paciente como para el analista) que promueve el despliegue de la red asociativa (aunque no lo garantiza)
Sostenemos la idea de que el pasaje de un paciente al diván no depende del tiempo cronológico dado por una determinada cantidad de entrevistas más o menos estipulado de antemano. Sino de un momento lógico en el que el analista lee principalmente tres cosas en el discurso del paciente:
1-      una pregunta del sujeto en relación al sufrimiento que lo atraviesa y a su implicación en el mismo
2-      el deseo en el sujeto de analizarse
3-      Un determinado movimiento subjetivo que ubica al analista como el otro de la transferencia, es decir del amor.

Esto implica que el pasaje de un paciente al diván no es un acto administrativo, es un acto simbólico, inaugural. ¿Es allí donde comienza el tratamiento? No necesariamente. El inicio del tratamiento es un momento lógico, tal vez, sólo situable a posteriori.

Sobre el tema del encuadre: Sergio Rodríguez, psicoanalista argentino, presenta la idea de que encuadre es el discurso. Es una idea atractivaen tanto des- sacraliza, des- obsesiviza el encuadre, la aplicación burocrática y automática del mismo.
A nuestro entender, el encuadre es marco del acto analítico, cubeta (usando el término propuesto por Laplanche) que va a instaurar las condiciones, aunque nuevamente no la garantía, de un espacio analítico: sobre éste decimos que es un espacio pulsional. Recordemos que Freud sostenía que el último término de la cadena asociativa son las mociones pulsionales, de ahí la lógica que sostiene el trabajo asociativo. Se trata, a nuestro entender, de propiciar que el paciente amplíe la red asociativa, tendiendo a un trabajo que toque lo pulsional. Si un trabajo “analítico” no toca las mociones pulsionales no puede ser considerado, a mi entender, como tal. Sabemos que la sobreabundancia de interpretaciones a veces, paradójicamente, “tapa” la boca al paciente, cristalizando síntomas, “engordando” o fijando una determinada formación sintomática. Creemos que el análisis no debe “hacer saber” nada en particular al paciente sino posibilitar que alguien se pregunte, se interrogue en relación a sus determinaciones deseantes.
        Freud sostuvo siempre que el trabajo analítico debe realizarse en la superficie psíquica. Algunos de sus discípulos han entendido esta propuesta como un trabajo que parte de las resistencias hacia lo pulsional. A partir de la lectura de Lacan encontramos una propuesta diferente: el Inconsciente está en la superficie, no se trata de ninguna “profundidad” a alcanzar mediante la interpretación. Inclusive Freud se oponía a esto. El trabajo se realiza sobre el preconsciente. A partir de los hilos lógicos presentes en la red de asociaciones (pensar por ejemplo en las “gotas” de Dora)
Freud no deja de alertar a los analistas sobre la tentación “curandis”, devenida en muchos casos, furor de interpretar directamente el “núcleo” patógeno, en términos de Psicoterapia de la Histeria.
        En este momento notamos que, a partir del tema del encuadre y a la manera de deriva hemos arribado hacia cuestiones relativas a nuestra manera de pensar el proceso analítico. Sin duda creemos que no es una deriva casual sino comandada por el lugar que asignamos a la función del analista en relación con la posibilidad de instaurar un proceso.  Intentaremos retomar entonces la cuestión:

¿De qué depende la instauración del espacio analítico? En primer lugar depende de los rehusamientos del analista, de lo que el analista rehúsa hacer, a saber:
Opinar
Ordenar
Interpretar de memoria
Enseñar
Discutir medios y fines de la realidad externa del sujeto
Vemos entonces que con esta enumeración tocamos el tema de la abstinencia del analista, abstinencia que nos interesa distinguir de “neutralidad”. La abstinencia es inherente a la puesta en suspenso del saber teórico por parte del analista para dar lugar a la emergencia en el paciente de sus libretos fantasmáticos. Desde las recomendaciones de Freud y Lacan (quien en el Seminario III, por ejemplo, llama a los analistas a evitar “comprender”) hasta el “sin memoria y si deseo” de Bion (sin deseo de “curar” y sin “memoria” teórica) encontramos un hilo común que tiene que ver con el lugar al cual el analista es convocado. Lacan nos presenta una idea interesante: el analista paga caro por su acto en tanto su persona queda en el irremediablemente de lado. Idea a la que nos acerca también a su noción de deseo del analista.
El encuadre no es otra cosa que un hecho de lenguaje posibilitador de un cierto despliegue del mundo fantasmático del sujeto analizante. Coordenadas que definirán allí una cierta posibilidad de circunscribir un espacio, a la manera de perímetro dentro del cual, como decíamos anteriormente va a instalarse, o no, un proceso posible.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Libro Conrado Zuliani

Esta nueva entrada es para comentarles que ha salido publicado mi libro "Destinos de la simbolización: el fenómeno psicosomático". Se puede conseguir, por ahora, en Amazon. Les dejo aquí en el blog un pequeño resúmen. Saludos, Conrado Zuliani.

El fenómeno psicosomático interroga al método psicoanalítico por situarse en el límite de lo interpretable y lo representable, frontera a su vez entre lo médico y lo psicoanalítico a partir de la cual se dibuja, tal vez, un trabajo posible. Fue también desde un límite que Freud se vio interrogado por los sueños de las neurosis traumáticas, interrogación que le permitió hacer pensable un principio de funcionamiento otro que el del placer, más allá del principio del placer en el cual la compulsión aparece como acto que intenta figurar, fallidamente, la mudez de la muerte.
Tal vez, la enfermedad “psicosomática” nos enfrente a un fenómeno en el que es posible pensar que el conflicto psíquico se borra produciendo, para decirlo rápidamente, una marca directa en el cuerpo real sin mediación imaginaria, entendiendo ésta última, en sentido amplio, como imágenes o representaciones de cosa y/o de palabras que en sus diferentes combinatorias y abrochamientos posibles constituyen la materia prima del mundo fantasmático, es decir, tomamos el sueño como modelo y la formaciones análogas a éste durante la vigilia, remarcando el hecho de que lo fantasmático es sostén y vehículo del deseo inconsciente y que su modo de satisfacción es la vía alucinatoria.

viernes, 17 de junio de 2011

Funes el memorioso. Un breve paseo por los laberintos de Borges.

Creo que si pudiera definir de alguna manera la literatura de Borges con una sola palabra, ésta sería: laberíntica. Su lectura nos propone un tránsito por senderos que se bifurcan.
Una lectura, un libro, son buenos cuando uno al terminarlos tiene la sensación de ser un poco más inteligente de lo que era -¿estoy plagiando con esta idea a J.B. Pontalis? Al respecto, podría establecer una comparación con los sueños: existen sueños que tienen la característica de que luego de soñarlos uno no es el mismo, en tanto hacen marca, dejan huella –aquí sí, cito con seguridad y alivio mis fuentes: el hombre de los lobos, con Freud como testigo! A este riesgo (de ya no ser los mismos) nos acerca Borges.
Funes: tiempo y memoria. El cuento abre la posibilidad de pensar, entre otras cosas, el tema de lo efímero. El momento presente, un segundo más tarde debe, inexorablemente, anotarse a cuenta del pasado. Borges interroga la noción de tiempo, en tanto no hay forma ni idea cuyo destino no sea desaparecer.
El cuento viene a decirnos, de una manera brillante, que aquello propio de lo humano es el olvido –intentaré retomar este punto más adelante. De esta manera, una memoria infinita caería por fuera del hombre y las coordenadas que lo  determinan como ser hablante. Es decir, estamos constituidos por memorias y olvidos. Cabría agregar entonces que el olvido es condición necesaria del recuerdo.
La primera cuestión que me interesa plantear a modo de interrogante es si Funes “recuerda” o, más bien, “no puede olvidar”. En su caso ¿se trataría verdaderamente de recuerdos?
Diría, en principio, que Funes se encuentra aprisionado en un absurdo mortífero: la percepción no cae sino que se superpone a todas las percepciones posibles. Matemáticamente esto sería similar a una pura suma, sin resta posible. ¿Cuál sería en él, por otra parte, el destino de lo penoso, del dolor, de lo desagradable que cualquiera de nosotros dejaría sin más arrastrar al olvido?
Otra posibilidad es pensar que Funes recordando todo no hace otra cosa que recordar nada. Porque nada en él puede regresar del olvido. Entonces puede decirse que no habría recuerdo en el sentido del recuerdo que hace marca de una historia personal.
Si todo es igualmente presente es dable pensar entonces que Funes “pierde el tiempo” en un doble sentido:
-          Pierde distancia cronológica entre pasado, presente y futuro. Lo temporal se ve de esta manera trastocado.
-          No tiene tiempo para otra cosa que para perderse en el recuerdo del recuerdo del recuerdo.
Su existencia se nos presenta como verdaderamente insoportable. Tiene la insoportabilidad de lo traumático, de aquello que, por no olvidable, tampoco es susceptible de ser recordado. En semejantes condiciones el final del cuento se evidencia como destino certero, (y a partir de Freud sabemos que el destino, al devenir certeza, es una de las formas de lo siniestro!) aunque dadas las características, no del todo previsible. Sólo lo leemos como desenlace inevitable retroactivamente.
Borges muestra que este retrono (dejo intencionalmente el error de dedo que invoca un deslizamiento desde el retorno al retrono, curiosa condensación entre trono y tronar, marcados por el re de la repetición) de lo idéntico –si fuera posible- no sería más que (sí, nos ponemos tangueros) una herida absurda. Efecto siniestro similar al que produce la experiencia de no reconocer nuestro propio rostro en el espejo, o aquello que algunos autores denominan fenómeno “del doble”. Efecto que Borges presenta en Uqbar en torno a los espejos que se multiplican indefinidamente.
La diferencia y lo igual nos son presentados por Borges a la manera de laberintos que conducen siempre a los mismos cruces, como espejos que reflejan a la vez lo mismo y lo otro.
Borges, quien no podía mirar, podía sin embargo ver. Creo que tuvo la valentía de ver en los espejos del alma sin volverse loco.
A modo de hipótesis podría conjeturarse que Funes, atrapado en un “espejo de recuerdos”, no habría sido capaz de escribir; en tanto toda escritura de una palabra implica dejar de escribir todas las otras palabras que podrían estar en lugar de la palabra que se escribió. Algo similar ocurre con la producción musical: sin intervalos –es decir, sin la distancia que media entre dos notas- y sin silencios no podría pensarse la existencia de, por ejemplo, una línea melódica o un acorde. Si la definición escolar dice que la música es el arte de combinar los sonidos, bien puede decirse, en cambio, que es el arte de combinar los silencios. Lo que intento subrayar es que, al igual que el recuerdo y el olvido, rige en la música –y creo que en cualquier producción humana- una lógica de la alternancia.
Para terminar agregaría que Pierre Menard bien podría ser Funes. No puede perder al Quijote de la misma manera que Funes no puede perder sus recuerdos. Al no poder perder a Cervantes no puede hacer otra cosa que reescribirlo. Aunque, a diferencia de Funes, tal vez Pierre Menard encuentra lo mismo en lo distinto.

jueves, 26 de mayo de 2011

Freud. Uno que hace serie. Insistencia de lo paterno en psicoanálisis

                                                                      

                                                                      Pero que es un padre
                                                                                            Sino alguien que insiste. Diego Colomba

Dos preguntas atraviesan el derrotero teórico freudiano; dos preguntas que no son una sin la otra: ¿Qué es un padre? ¿Qué desea una mujer? Si seguimos a Lacan, podremos decir que un padre es un nombre. Nombre del padre que sitúa al hijo en la cadena generacional operando como barrera contra el incesto. Función que, no sin vaivenes, asegura la inaccesibilidad a uno de los nombres del deseo femenino: el deseo de hijo que, como percibió Freud, es desplazamiento del deseo de pene.
A veces digo, un poco en broma –con todo lo serio que éstas conllevan- que debemos la invención del psicoanálisis a la muerte de un padre, el de Freud. ¿No es acaso La interpretación de los sueños, en parte, la elaboración de un duelo por ese padre amado-odiado? Sin dudas es más que eso…pero…Siguiendo este argumento ¿Sería posible pensar la teoría como resto metonímico de un trabajo de duelo?
Antes de este texto, libro maravilloso que –no está de más recordar- vendió sólo unos pocos ejemplares (algo así como doscientos) en fechas de su publicación, Freud había tropezado con el deseo de la histérica. Las escenas fantasmáticas que descubre Freud tras los síntomas conversivos de aquellas damas vienesas muestran –dan a ver- un libreto en el que la niña es seducida por el padre. A estas alturas Breuer ya es un Sancho que huirá poco después espantado ante el deseo de Anna O.
Tótem y Tabú. Articulación, serie, transmisión paterna sólo posibilitada en tanto un padre se presenta como muerto. Todos hablamos “en nombre de” algo…incluso, a veces, con viento a favor, hablamos en nombre propio. Nombre propio que no es sin el nombre del padre. Nombre del padre, es decir, del padre que habla en nombre de la castración. En primer lugar, la suya.
Winnicott en correspondencia con Lacan, no sin Freud. No es cierto que el inglés, preocupado como estaba por los efectos del sostén materno, dejara del lado lo paterno: sostenía que el pasaje de la adolescencia a la edad adulta sólo es posible por sobre el cadáver de un adulto: muerte simbólica del padre que posibilita un pasaje, que no es sin culpa. Partida de ajedrez riesgosa en donde la caída del rey a veces es jugada en el plano real, acting mediante.
Entonces, es a partir del padre que un espacio otro que el materno y un tiempo diferente al infantil pueden construirse. El famoso “ambiente facilitador” referido por Winnicott es algo así como el espacio transicional escrito en clave de adolescencia: a pesar de que Winnicott lo ligue especialmente a la dupla formada entre madre e hijo, primer hueco, hendidura a ser elaborada mediante la construcción del símbolo y del juego, no dejo de pensar que el ambiente facilitador es en el fondo un espacio padre. “Entre” paradojal a sostener en su ambigüedad en donde la capacidad de jugar del analista será sin duda puesta a prueba.
Siguiendo una metáfora futbolera nos preguntamos permanentemente qué posición ocupamos en tanto analistas en el campo de juego. Si la transferencia asigna diferentes puestos imaginaria y simbólicamente al analista, al mismo tiempo, la asociación libre implica en sí misma una terceridad. Por otra parte, si la experiencia de la transferencia es aquello de un análisis que nunca se olvida, el analista insta al sujeto en análisis a hacerse cargo de un decir que no es sin consecuencias en tanto es transporte, vehículo, de su deseo; eso tampoco se olvida…
Si el obsesivo es el testimonio (semi) vivo de lo imposible del deseo humano, por su parte la histérica (¿siempre es “la” histérica, independientemente de su sexo biológico?) da muestras de la marca de insatisfacción del deseo: coartada paradójica en tanto se intenta mantener a resguardo como imposible aquello que por definición lo es. Mantener un resto allí donde lo terrorífico se presenta como posibilidad de ser apresado en un goce sin límites. El fantasma neurótico apunta al goce a condición de no obtenerlo.
Sigo a Melman y digo que un padre no puede hacer nada mejor por sus hijos que hacer fracasar la relación sexual; a partir de allí la desproporción entre la satisfacción buscada y la obtenida será marca y testimonio del don paterno operando como cesión de castración al hijo.  Deuda del neurótico con el padre, imposible de ser saldada en el mismo lugar en donde se contrajo.


miércoles, 4 de mayo de 2011

¿Por qué el psicoanálisis? aún...

Es un tema de discusión presente entre los analistas la cuestión de la permanencia y de la vigencia del psicoanálisis.  Desde distintos sectores, tanto analíticos como extra analíticos, se debate acerca de la posibilidad de desaparición del psicoanálisis. Algunos argumentos giran alrededor del tiempo, la eficiencia, el dinero, el costo de los tratamientos.  Dinero- tiempo- eficiencia, valores de primer orden en la era posmoderna que nos toca vivir.
       Sin embargo estas cuestiones tan actuales no eran del todo ajenas a Freud, quien solía argumentar que si bien el tratamiento psicoanalítico es caro y largo, lo más costoso en la vida es la enfermedad…y la tontería. La cultura actual confunde eficiencia con eficacia. El análisis es eficaz, y considero que esa eficacia tiene que ver con el poder curativo de las palabras, con la posibilidad de un sujeto de asumir una historia que, una vez nombrada y resignificada, ya no será la misma. La posibilidad de asumir una historia en nombre propio, en una posición de responsabilidad en relación con el deseo definitivamente cambia la vida de los sujetos. Si bien pienso que el analista deja en suspenso el deseo de “curar” a su paciente, al mismo tiempo considero que el psicoanálisis “cura”. Con esto quiero decir, que un análisis llevado hasta sus últimas consecuencias –hasta sus últimas consecuencias en la asunción y el despliegue de la verdad de los deseos de cada uno, sean estos de índole neurótica o psicótica - tiene efectos tangibles en la vida de los sujetos.  Freud pensaba que la libido del neurótico, enlazada a los fantasmas incestuosos, una vez desasida de ellos –es el trabajo que propicia el análisis por la vía de la transferencia- queda en disponibilidad de ser utilizada para la vida. De esta forma el análisis permite que el sujeto ponga en juego su deseo, no cualquiera, sino un deseo regulado por una ética: la de la prohibición del incesto.
       Cierta vez leí un texto de una analista que decía que hay ciertos pacientes que tienen una “falta de confianza en el significante”. Son las llamadas “patologías del acto”. Evoco esto porque me hace pensar en la absoluta confianza de Freud en las palabras, incluso en el terreno de las psicosis: vale la pena recordar que en el caso Schreber Freud contradice a todo el saber o el discurso médico al buscar, hasta las últimas consecuencias, un sentido a la producción delirante del presidente del tribunal. Allí donde la medicina ve una producción sin sentido, el delirio, Freud tiene la convicción de que el delirio del psicótico aloja en su interior algo relativo a la verdad de la historia del paciente, tema que retomará sobre el final de su obra. En Construcciones en psicoanálisis afirma que el delirio aloja en su interior un núcleo de verdad histórica. Puede considerarse que el mérito de Freud entre otros-  en torno al caso Schreber- es haber tomado su palabra absolutamente en serio.  A tal punto toma  Freud en serio las palabras del magistrado que,  sobre el final del caso, compara la teoría de la libido con el contenido del delirio de los rayos divinos; y se pregunta –no sin humor- si el delirio de Schreber no es acaso científico o si la teoría de la libido no tiene algo de delirio. 
        Lo alarmante es que esta falta de confianza, que mencionábamos más arriba, en el significante no es patrimonio exclusivo de cierto tipo de pacientes; es compartida por el discurso médico –se acallan las voces delirantes del loco, tal vez por el horror de la verdad que nombran. En relación con esto último, Lacan se sorprende con el hecho de que al psicótico no se le pregunte por el texto de las voces que escucha. En este sentido Freud toma al pie de la letra lo que dicen los pacientes, se detiene, inicialmente, en el poder de las palabras aportadas por la histérica en la cura. De esta forma, deja al síntoma la posibilidad de hablar. Movimiento que implica por parte del analista –a diferencia del hipnotizador- una renuncia a una posición de poder.
        En su libro El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis Maud Mannoni realiza una crítica tan lúcida como descarnada al discurso y el saber de la psiquiatría, así como también a sus prácticas frente a la locura. Influenciada por la antipsiquiatría cuestiona el lugar que la sociedad asigna al loco. Alerta sobre el riesgo de la posición médica en donde el experto es quien “sabe” acerca del sufrimiento del otro. Movimiento que borra al sujeto, a quien se priva de enunciar su verdad en tanto no hay allí una oreja a quien esta pueda ser dicha… No está de más preguntarse, en relación al analista y siguiendo en este punto las ideas de Piera Aulagnier, cuál es la fuente de su saber. Huelga decir que el saber del que se trata no se sitúa del lado del conocimiento ni de lo académico; por otra parte el llamado “análisis didáctico” (conjunción de dos términos inconciliables de lo cual mucho se ha hablado ya en la historia del psicoanálisis) muestra su fracaso en la ilusión de operar como garante del saber analítico en tanto experiencia del propio inconsciente. Gregorio Varemblitt dice con humor en los agradecimientos de su libro El concepto de realidad en psicoanálisis: “Por todo lo excelente recibido de E. Rodrigué, el autor le agradece enfáticamente que haya logrado ser su psicoanalista a pesar de haber sido su didacta.
 Maud Mannoni opina al respecto que cuando el análisis didáctico no ha dejado lugar al análisis el analista efectuará su propio análisis con su primer paciente. Esto da lugar, piensa Mannoni, a la posibilidad de actuaciones, somatizaciones e inclusive accidentes suicidas por parte del analista. Al respecto dice Mannoni: “La aplicación, en nombre de un saber instituido, de medidas intempestivas de “cura” no logra otra cosa que aplastar aquello de demanda hablar en el lenguaje de la locura, y al mismo tiempo lo fija en el delirio, con lo que aliena aun más al sujeto”
En relación al tema del saber dentro de la relación analítica, Octave Mannoni postula que en un análisis el saber siempre se espera del otro: si el paciente lo espera del analista, el analista lo espera del paciente. Este juego de espejos muestra, a la vez que vela, el hecho de que aquel de quien se espera el saber no es realmente alguien. Otro –con mayúsculas- siempre presente en la situación analítica. Por su parte, Piera Aulagnier se pregunta qué esperan y que oyen de nuestro discurso aquellos que vienen a demandarnos “saber” y al mismo tiempo qué espera y qué escucha el analista acerca de esa demanda que se le dirige. No está nunca de más recordar el llamado que hace Freud a los analistas en sus Escritos técnicos a “dejarse sorprender” por las fuerzas psíquicas intervinientes en el paciente. Lacan por su parte advierte a sus discípulos en el Seminario III acerca de que no traten de “comprender” al paciente. Cuando uno, ubicado en un lugar de saber, comprende demasiado, deja de hacerse preguntas y deja de escuchar
        El destino de la “enfermedad mental” depende de que se le dé o no al sujeto un espacio que permita traducir en palabras su padecimiento. En este sentido, el saber psiquiátrico objetiviza el sufrimiento del paciente haciéndolo desaparecer como sujeto hablante en el seno de una clasificación nosográfica.  El poder se ejerce y se despliega en un doble movimiento, en un doble requerimiento: de homogenización y a la vez de exclusión de lo que queda como resto, como deshecho.
        La regla clasificadora  -nos recuerda Michel Foucault-  domina tanto la teoría como la práctica médica: “Antes de ser tomada en el espesor del cuerpo, la enfermedad recibe una organización jerarquizada en familias, géneros y especies. Aparentemente no se trata más que de un “cuadro” que permite hacer sensible, al aprendizaje y a la memoria, el copioso dominio de las enfermedades” De esta forma, la enfermedad, al emerger bajo la mirada del médico, va a tomar forma objetivada en el cuerpo sufriente del sujeto. Es más, para conocer la verdad y la esencia del hecho patológico, el médico debe incluso abstraerse del enfermo, de su subjetividad y de la palabra que lo representa; saber apoyado sobre todo en la mirada para el cual la palabra del sujeto se presenta –las más de las veces- como un obstáculo.  En contrapunto con lo anterior la aventura analítica no tiene otro fin que el de abrir, para el sujeto que sufre, las vías de acceso a un saber que ha sido sustraído a la consciencia. De esta forma, el analista no entrega un saber al paciente sino que, desde su posición de abstinencia, permite la creación de un lugar, un espacio –el de la transferencia- que permitirá al sujeto dar sentido a su propia palabra, palabra atravesada por el desconocimiento y la mentira. Dicho de otra forma, considero que la función del analista no pasa por “enseñar” cosas al paciente sino por posibilitar mediante sus intervenciones que éste se haga preguntas.
       A la demanda del paciente (en el caso de la locura es siempre pertinente la pregunta acerca de quién demanda y qué se demanda) la psiquiatría responde mediante un diagnóstico que no abre ninguna perspectiva nueva al sujeto: opera más como clausura –de la palabra y de la historia- que como apertura que posibilite un cambio en la posición subjetiva del paciente. Mientras que el diagnóstico en psiquiatría opera un movimiento de generalización, es decir hace entrar al paciente en una categoría pre establecida, categoría que no representa al sujeto, conjunto previamente constituido que opera al modo de las clasificaciones botánicas; la práctica analítica se juega en relación al caso por caso y tiene un carácter absolutamente singular. Desde esta perspectiva, cada análisis es único y hay tantas neurosis obsesivas como neuróticos obsesivos hay. No hay dos histerias iguales ni ningún paciente en los libros. Quizás valga la pena aclarar en este punto que no estoy considerando que el psicoanalista deba rechazar el diagnóstico en tanto instrumento central en la psiquiatría. Pienso que los analistas deben saber diagnosticar rigurosamente: saber establecer un diagnóstico para después “dejarlo caer” y dar lugar a la palabra del sujeto y a su singularidad. Realizo esta aclaración porque en ciertos círculos analíticos el diagnóstico es considerado como mero prejuicio por parte del analista. El tema no se juega, quizás, tanto en abogar por un “sí al diagnóstico” o “no al diagnóstico” sino poder establecer y precisar el “para qué” del diagnóstico en la práctica que sostenemos como analistas. La impericia en el establecimiento del diagnóstico se traduce en un desconocimiento de los diferentes modos de funcionamiento psíquico presentes en la neurosis y en la psicosis; hay intervenciones analíticas que resultan operativas en los pacientes neuróticos y tremendamente iatrogénicas en el paciente psicótico y viceversa.
       Quizás sea la psicosis la patología que más empuja al otro a actuar en nombre del “bien del sujeto”. A menudo, el camino al infierno está sembrado de las mejores intenciones. La demanda de “curación” – ya sea que esté planteada por el paciente o por quienes lo rodean- encubre siempre algo del orden del imperativo moral. Al respecto dice Lacan: “Tenemos que saber a cada instante cuál debe ser nuestra relación efectiva –y podría agregarse “afectiva”- con el deseo de hacer el bien, el deseo de curar. Debemos contar con él como algo por naturaleza proclive a extraviarnos, en muchos casos instantáneamente”  Afirma también Lacan que el dominio del bien es el nacimiento del poder, dimensión del bien que levanta una muralla poderosa en la vía de nuestro deseo.  
En relación a la problemática del bien en la cura analítica Isidoro Gurman plantea: “¿Y  qué es curar? Uno puede decir que de la cura se ocupa mucha gente: se ocupan los médicos, los fonoaudiólogos, los psicólogos, los médicos psicoanalistas, la madre, la abuela, el padre. Es decir, hay un universo que se mueve en torno de la cura. La cura es convocada a propósito de un Mal, en función de un Bien posible.
       Me parece importante la cita para pensar cuál es la especificidad de la cura analítica en relación con las otras “curas” que se ponen en juego en torno al sufrimiento humano, sea este de índole neurótica o psicótica. Al alertar a los analistas acerca del furor curandis Freud define las bases de la posición del analista en la cura: la escucha se produce en abstinencia –a diferenciar de la “neutralidad”, abstinencia que, entre otras cosas, podríamos pensar como abstinencia de saber, es decir no precipitar sobre el otro –el paciente- saberes anticipados.
       En relación al tema que venimos considerando, relata Mannoni que en el período en que escribe El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis frecuenta a Winnicott. De él dice que la alienta a hablar del análisis en una lengua simple, en la lengua de todos los días, centrándose al máximo en la experiencia clínica. Según él –nos dice Mannoni- del paciente es de quien debo aprenderlo todo. Nuevamente la relación del analista con el saber se hace presente en estas palabras. Menciona también Mannoni en este texto que Winnicott lamentaba el hecho de que los adolescentes psicóticos no pudiesen, en momentos de crisis, hallar un lugar donde delirar sin que se ataje inmediatamente ese delirio con la aplicación de una quimioterapia apresurada; al mismo tiempo lamenta Winnicott que el analista acepte tan mal el hundimiento de un adolescente. Dice Winnicott a Maud Mannoni “Existe demasiado a menudo la preocupación, dice, de enderezar, de mantener de pie a un sujeto que demanda una ruptura y necesita existir primero en el rechazo. ¿Por qué- me dice- habla usted de “curar”, cuando a menudo basta con “acompañar” a un ser en su desamparo?”.  A su vez, y de manera similar a Winnicott, Octave Mannoni afirma que no se trata, para el psicoanalista, de combatir la crisis de la adolescencia, ni tampoco de “curarla” sino más bien de “acompañarla”, habla el autor de que el analista debe afrontar la crisis, lo cual no quiere decir ni soportar pasivamente ni reprimir ciegamente.
      Dar lugar, entonces, mediante la escucha al sufrimiento de alguien. Escucha que no moraliza ni juzga sino que se presenta como receptiva a lo que un sujeto tenga para decir, incluso para aquello que sólo puede ser dicho de manera delirante. Marca subjetivante de la palabra propia cuando permite integrar aquello que, por diversos motivos, ha sido expulsado de la historia. Dicho de otra forma –y esta vez siguiendo a Winnicott- se trataría de propiciar entonces que algo de eso no inscripto pueda ser puesto en palabras y puesto a cuenta de la historia personal. Verdad evanescente, nos recuerda Mannoni, que solamente puede manifestarse en un lugar diferente de aquel en que la buscamos.
       Coincido con el planteo de Maud Mannoni acerca de que sería deseable que los analistas no centren su trabajo exclusivamente en la práctica de sus consultorios privados. Pienso que es deseable que los analistas puedan estar presentes en las instituciones. Sabemos que si bien es imposible establecer un análisis “clásico” dentro de, por ejemplo, el marco institucional hospitalario, o psiquiátrico, o escolar, también es posible que, en los intersticios que toda institución deja, algo de un efecto analítico pueda operar. A menudo los analistas oscilan entre la impotencia –“es imposible el trabajo en la institución” a la omnipotencia –“se puede modificar absolutamente la institución, etc.”  Pienso que la presencia de un analista dentro de las instituciones puede dar la oportunidad de que la palabra del sujeto sea escuchada de una manera diferente, a la vez la experiencia del trabajo institucional suele ser muy rica para el analista a nivel de aprendizaje y experiencia.
       Acerca de la relación entre el psicoanalista y la institución psiquiátrica Emiliano Galende plantea que (…) “el psicoanálisis nunca avaló la exclusión-custodia de los enfermos mentales, siempre sostuvo una práctica de respeto por la palabra del enfermo, y una ética de la verdad y el deseo” Agrega el autor que  quizás no sea casual que el psicoanálisis se haga presente en el hospital psiquiátrico y asuma la representación de los restos de humanidad que aun alberga esta sociedad. Lugar marginal el del analista en sus relaciones con la medicina, desde sus orígenes. Lugar del analista que no es sino, tal vez, análogo a las cualidades del objeto del cual se ocupa. De esta forma, el analista es convocado a la institución psiquiátrica para que se ocupe de estos “restos”, para dominar o regular eso que no marcha, se espera de él una acción correctora específica: la sumisión del deseo a un orden educativo-normativo-adaptativo.
       Viene al caso el relato de una experiencia institucional: trabajé un par de años en una institución dedicada a la “rehabilitación” de adictos. Estas instituciones –aunque no era una característica predominante de la institución de la cual formé parte- suelen tener en común la percepción de “la droga” como un MAL que hay que eliminar en nombre de un BIEN, suenan y resuenan las expresiones del “flagelo” de la droga, etc.; de la misma manera que el saber médico-psiquiátrico considera a la locura un mal. Lógica esquizo- paranoide que suele dejar de lado una interrogación en relación al sujeto. De manera similar al enfermo psiquiátrico que se identifica con este lugar que desde el discurso médico le es asignado, el del loco, el paciente adicto suele hacer suplencia del nombre propio nombrándose como “adicto”. La dimensión subjetiva, de la cual el nombre propio es soporte, se borra y “adicto” suele pasar a ser el nombre ortopédico que brinda cierta consistencia a la endeblez del yo. Desde este punto de vista, plantear una institución “para adictos” contribuye, sin dudas, a fijar al sujeto en esa identificación tan invalidante como mortífera. Lo siniestro del asunto es la forma en que, tanto el loco como el adicto, reproducen el mismo discurso que los segrega. Por supuesto el analista deberá estar advertido del riesgo de medicalización, tanto de su discurso como de las intervenciones que realiza. La “rehabilitación” ofrecida al adicto, más que centrarse en criterios esencialmente adaptativos o normativos, tendría que apuntar a re-habilitar a alguien en relación a su deseo y a la palabra que lo representa. Esto implica de alguna forma, por parte del analista en la institución, una interrogación permanente acerca de los actos que realiza. Si el psicoanálisis es por definición cuestionador (de la cultura, de la posición imaginaria del sujeto en relación a su sufrimiento, etc.) también debe estar en condiciones de cuestionar e interrogar permanentemente su propio discurso y su propia práctica.
       Al respecto señala Lacan que el analista tiene que pagar algo para sostener su función, a saber: paga con palabras, es decir, sus interpretaciones; paga con su persona, en la medida en que –por la transferencia- es literalmente desposeído de ella y finalmente es necesario que pague con un juicio en lo concerniente a su acción. Esta –nos dice lacan- es una exigencia mínima para el analista. Ética del analista que lo lleva a examinar cada vez la relación de la acción con el deseo que la habita. Acción que en parte permanece velada para el analista mismo. Hueco en el saber que abre la dimensión del enigma a soportar.
       La apuesta, una vez más, consiste en tratar de derivar por lo psíquico eso que, por no decible, tiende a ser puesto en acto. Ofrecer un espacio de simbolización es, en algunas ocasiones, una experiencia privilegiada para un sujeto donde algo puede ser nombrado por primera vez.