domingo, 6 de noviembre de 2011

Algunas notas sobre el espacio analítico

       Este escrito surge como un intento de puesta en cuestión, de continuar la impronta freudiana de permanente interrogación sobre aquello que define el quehacer del analista en su acto, de un permanente intento de dar cuenta de la implicación en aquello que sostenemos como práctica.
        Un primer punto que nos interroga, y la cuestión no es nueva: ¿qué es lo que permite situar una determinada práctica como enmarcada dentro del psicoanálisis? Dicho de otro modo: ¿qué es lo que permite a alguien sostener que algo es psicoanálisis o no lo es? ¿Podría caracterizarse el psicoanálisis, por ejemplo, por el uso del diván? Al respecto, Juan David Nasio sugiere que lo indispensable para considerar una práctica como psicoanalítica es el acto inaugural en donde es enunciada la regla fundamental.
       La cuestión, entonces, insiste: ¿Qué caracteriza a determinado espacio como analítico, qué es lo propio del análisis? ¿La transferencia? ¿Es la frecuencia de sesiones semanales? Lo propio del análisis es el Método analítico: recordemos a Freud: el análisis es para él:
1-      un método de investigación para indagar los procesos anímicos inconscientes
2-      una terapéutica
3-      una teoría

Notemos entonces, y la cuestión es firmemente resaltada por Laplanche, que lo que se ubica en primer lugar es la cuestión del método cuya implementación coincide con el punto 2. De allí que Freud sostuviera el lazo entre terapéutica e investigación.

 Entonces se podría pensar: hay potencialidad de análisis a partir de que el analista enuncia la REGLA FUNDAMENTAL del método, a partir de que aquello que da sostén lógico al método es enunciado por alguien.

-          Sobre el uso del diván: ¿cuál es su lógica?
a-      al salirse el analista fuera del campo visual del paciente va a promover la emergencia de imágenes en el paciente, puesta en escena de otro tipo de representaciones a las verbales. Aunque, por supuesto, no sin ellas.
b-      Acotamiento de lo imaginario en provecho de una apuesta a la emergencia de lo simbólico, acotamiento de la pulsión escópica (tanto para el paciente como para el analista) que promueve el despliegue de la red asociativa (aunque no lo garantiza)
Sostenemos la idea de que el pasaje de un paciente al diván no depende del tiempo cronológico dado por una determinada cantidad de entrevistas más o menos estipulado de antemano. Sino de un momento lógico en el que el analista lee principalmente tres cosas en el discurso del paciente:
1-      una pregunta del sujeto en relación al sufrimiento que lo atraviesa y a su implicación en el mismo
2-      el deseo en el sujeto de analizarse
3-      Un determinado movimiento subjetivo que ubica al analista como el otro de la transferencia, es decir del amor.

Esto implica que el pasaje de un paciente al diván no es un acto administrativo, es un acto simbólico, inaugural. ¿Es allí donde comienza el tratamiento? No necesariamente. El inicio del tratamiento es un momento lógico, tal vez, sólo situable a posteriori.

Sobre el tema del encuadre: Sergio Rodríguez, psicoanalista argentino, presenta la idea de que encuadre es el discurso. Es una idea atractivaen tanto des- sacraliza, des- obsesiviza el encuadre, la aplicación burocrática y automática del mismo.
A nuestro entender, el encuadre es marco del acto analítico, cubeta (usando el término propuesto por Laplanche) que va a instaurar las condiciones, aunque nuevamente no la garantía, de un espacio analítico: sobre éste decimos que es un espacio pulsional. Recordemos que Freud sostenía que el último término de la cadena asociativa son las mociones pulsionales, de ahí la lógica que sostiene el trabajo asociativo. Se trata, a nuestro entender, de propiciar que el paciente amplíe la red asociativa, tendiendo a un trabajo que toque lo pulsional. Si un trabajo “analítico” no toca las mociones pulsionales no puede ser considerado, a mi entender, como tal. Sabemos que la sobreabundancia de interpretaciones a veces, paradójicamente, “tapa” la boca al paciente, cristalizando síntomas, “engordando” o fijando una determinada formación sintomática. Creemos que el análisis no debe “hacer saber” nada en particular al paciente sino posibilitar que alguien se pregunte, se interrogue en relación a sus determinaciones deseantes.
        Freud sostuvo siempre que el trabajo analítico debe realizarse en la superficie psíquica. Algunos de sus discípulos han entendido esta propuesta como un trabajo que parte de las resistencias hacia lo pulsional. A partir de la lectura de Lacan encontramos una propuesta diferente: el Inconsciente está en la superficie, no se trata de ninguna “profundidad” a alcanzar mediante la interpretación. Inclusive Freud se oponía a esto. El trabajo se realiza sobre el preconsciente. A partir de los hilos lógicos presentes en la red de asociaciones (pensar por ejemplo en las “gotas” de Dora)
Freud no deja de alertar a los analistas sobre la tentación “curandis”, devenida en muchos casos, furor de interpretar directamente el “núcleo” patógeno, en términos de Psicoterapia de la Histeria.
        En este momento notamos que, a partir del tema del encuadre y a la manera de deriva hemos arribado hacia cuestiones relativas a nuestra manera de pensar el proceso analítico. Sin duda creemos que no es una deriva casual sino comandada por el lugar que asignamos a la función del analista en relación con la posibilidad de instaurar un proceso.  Intentaremos retomar entonces la cuestión:

¿De qué depende la instauración del espacio analítico? En primer lugar depende de los rehusamientos del analista, de lo que el analista rehúsa hacer, a saber:
Opinar
Ordenar
Interpretar de memoria
Enseñar
Discutir medios y fines de la realidad externa del sujeto
Vemos entonces que con esta enumeración tocamos el tema de la abstinencia del analista, abstinencia que nos interesa distinguir de “neutralidad”. La abstinencia es inherente a la puesta en suspenso del saber teórico por parte del analista para dar lugar a la emergencia en el paciente de sus libretos fantasmáticos. Desde las recomendaciones de Freud y Lacan (quien en el Seminario III, por ejemplo, llama a los analistas a evitar “comprender”) hasta el “sin memoria y si deseo” de Bion (sin deseo de “curar” y sin “memoria” teórica) encontramos un hilo común que tiene que ver con el lugar al cual el analista es convocado. Lacan nos presenta una idea interesante: el analista paga caro por su acto en tanto su persona queda en el irremediablemente de lado. Idea a la que nos acerca también a su noción de deseo del analista.
El encuadre no es otra cosa que un hecho de lenguaje posibilitador de un cierto despliegue del mundo fantasmático del sujeto analizante. Coordenadas que definirán allí una cierta posibilidad de circunscribir un espacio, a la manera de perímetro dentro del cual, como decíamos anteriormente va a instalarse, o no, un proceso posible.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Libro Conrado Zuliani

Esta nueva entrada es para comentarles que ha salido publicado mi libro "Destinos de la simbolización: el fenómeno psicosomático". Se puede conseguir, por ahora, en Amazon. Les dejo aquí en el blog un pequeño resúmen. Saludos, Conrado Zuliani.

El fenómeno psicosomático interroga al método psicoanalítico por situarse en el límite de lo interpretable y lo representable, frontera a su vez entre lo médico y lo psicoanalítico a partir de la cual se dibuja, tal vez, un trabajo posible. Fue también desde un límite que Freud se vio interrogado por los sueños de las neurosis traumáticas, interrogación que le permitió hacer pensable un principio de funcionamiento otro que el del placer, más allá del principio del placer en el cual la compulsión aparece como acto que intenta figurar, fallidamente, la mudez de la muerte.
Tal vez, la enfermedad “psicosomática” nos enfrente a un fenómeno en el que es posible pensar que el conflicto psíquico se borra produciendo, para decirlo rápidamente, una marca directa en el cuerpo real sin mediación imaginaria, entendiendo ésta última, en sentido amplio, como imágenes o representaciones de cosa y/o de palabras que en sus diferentes combinatorias y abrochamientos posibles constituyen la materia prima del mundo fantasmático, es decir, tomamos el sueño como modelo y la formaciones análogas a éste durante la vigilia, remarcando el hecho de que lo fantasmático es sostén y vehículo del deseo inconsciente y que su modo de satisfacción es la vía alucinatoria.

viernes, 17 de junio de 2011

Funes el memorioso. Un breve paseo por los laberintos de Borges.

Creo que si pudiera definir de alguna manera la literatura de Borges con una sola palabra, ésta sería: laberíntica. Su lectura nos propone un tránsito por senderos que se bifurcan.
Una lectura, un libro, son buenos cuando uno al terminarlos tiene la sensación de ser un poco más inteligente de lo que era -¿estoy plagiando con esta idea a J.B. Pontalis? Al respecto, podría establecer una comparación con los sueños: existen sueños que tienen la característica de que luego de soñarlos uno no es el mismo, en tanto hacen marca, dejan huella –aquí sí, cito con seguridad y alivio mis fuentes: el hombre de los lobos, con Freud como testigo! A este riesgo (de ya no ser los mismos) nos acerca Borges.
Funes: tiempo y memoria. El cuento abre la posibilidad de pensar, entre otras cosas, el tema de lo efímero. El momento presente, un segundo más tarde debe, inexorablemente, anotarse a cuenta del pasado. Borges interroga la noción de tiempo, en tanto no hay forma ni idea cuyo destino no sea desaparecer.
El cuento viene a decirnos, de una manera brillante, que aquello propio de lo humano es el olvido –intentaré retomar este punto más adelante. De esta manera, una memoria infinita caería por fuera del hombre y las coordenadas que lo  determinan como ser hablante. Es decir, estamos constituidos por memorias y olvidos. Cabría agregar entonces que el olvido es condición necesaria del recuerdo.
La primera cuestión que me interesa plantear a modo de interrogante es si Funes “recuerda” o, más bien, “no puede olvidar”. En su caso ¿se trataría verdaderamente de recuerdos?
Diría, en principio, que Funes se encuentra aprisionado en un absurdo mortífero: la percepción no cae sino que se superpone a todas las percepciones posibles. Matemáticamente esto sería similar a una pura suma, sin resta posible. ¿Cuál sería en él, por otra parte, el destino de lo penoso, del dolor, de lo desagradable que cualquiera de nosotros dejaría sin más arrastrar al olvido?
Otra posibilidad es pensar que Funes recordando todo no hace otra cosa que recordar nada. Porque nada en él puede regresar del olvido. Entonces puede decirse que no habría recuerdo en el sentido del recuerdo que hace marca de una historia personal.
Si todo es igualmente presente es dable pensar entonces que Funes “pierde el tiempo” en un doble sentido:
-          Pierde distancia cronológica entre pasado, presente y futuro. Lo temporal se ve de esta manera trastocado.
-          No tiene tiempo para otra cosa que para perderse en el recuerdo del recuerdo del recuerdo.
Su existencia se nos presenta como verdaderamente insoportable. Tiene la insoportabilidad de lo traumático, de aquello que, por no olvidable, tampoco es susceptible de ser recordado. En semejantes condiciones el final del cuento se evidencia como destino certero, (y a partir de Freud sabemos que el destino, al devenir certeza, es una de las formas de lo siniestro!) aunque dadas las características, no del todo previsible. Sólo lo leemos como desenlace inevitable retroactivamente.
Borges muestra que este retrono (dejo intencionalmente el error de dedo que invoca un deslizamiento desde el retorno al retrono, curiosa condensación entre trono y tronar, marcados por el re de la repetición) de lo idéntico –si fuera posible- no sería más que (sí, nos ponemos tangueros) una herida absurda. Efecto siniestro similar al que produce la experiencia de no reconocer nuestro propio rostro en el espejo, o aquello que algunos autores denominan fenómeno “del doble”. Efecto que Borges presenta en Uqbar en torno a los espejos que se multiplican indefinidamente.
La diferencia y lo igual nos son presentados por Borges a la manera de laberintos que conducen siempre a los mismos cruces, como espejos que reflejan a la vez lo mismo y lo otro.
Borges, quien no podía mirar, podía sin embargo ver. Creo que tuvo la valentía de ver en los espejos del alma sin volverse loco.
A modo de hipótesis podría conjeturarse que Funes, atrapado en un “espejo de recuerdos”, no habría sido capaz de escribir; en tanto toda escritura de una palabra implica dejar de escribir todas las otras palabras que podrían estar en lugar de la palabra que se escribió. Algo similar ocurre con la producción musical: sin intervalos –es decir, sin la distancia que media entre dos notas- y sin silencios no podría pensarse la existencia de, por ejemplo, una línea melódica o un acorde. Si la definición escolar dice que la música es el arte de combinar los sonidos, bien puede decirse, en cambio, que es el arte de combinar los silencios. Lo que intento subrayar es que, al igual que el recuerdo y el olvido, rige en la música –y creo que en cualquier producción humana- una lógica de la alternancia.
Para terminar agregaría que Pierre Menard bien podría ser Funes. No puede perder al Quijote de la misma manera que Funes no puede perder sus recuerdos. Al no poder perder a Cervantes no puede hacer otra cosa que reescribirlo. Aunque, a diferencia de Funes, tal vez Pierre Menard encuentra lo mismo en lo distinto.

jueves, 26 de mayo de 2011

Freud. Uno que hace serie. Insistencia de lo paterno en psicoanálisis

                                                                      

                                                                      Pero que es un padre
                                                                                            Sino alguien que insiste. Diego Colomba

Dos preguntas atraviesan el derrotero teórico freudiano; dos preguntas que no son una sin la otra: ¿Qué es un padre? ¿Qué desea una mujer? Si seguimos a Lacan, podremos decir que un padre es un nombre. Nombre del padre que sitúa al hijo en la cadena generacional operando como barrera contra el incesto. Función que, no sin vaivenes, asegura la inaccesibilidad a uno de los nombres del deseo femenino: el deseo de hijo que, como percibió Freud, es desplazamiento del deseo de pene.
A veces digo, un poco en broma –con todo lo serio que éstas conllevan- que debemos la invención del psicoanálisis a la muerte de un padre, el de Freud. ¿No es acaso La interpretación de los sueños, en parte, la elaboración de un duelo por ese padre amado-odiado? Sin dudas es más que eso…pero…Siguiendo este argumento ¿Sería posible pensar la teoría como resto metonímico de un trabajo de duelo?
Antes de este texto, libro maravilloso que –no está de más recordar- vendió sólo unos pocos ejemplares (algo así como doscientos) en fechas de su publicación, Freud había tropezado con el deseo de la histérica. Las escenas fantasmáticas que descubre Freud tras los síntomas conversivos de aquellas damas vienesas muestran –dan a ver- un libreto en el que la niña es seducida por el padre. A estas alturas Breuer ya es un Sancho que huirá poco después espantado ante el deseo de Anna O.
Tótem y Tabú. Articulación, serie, transmisión paterna sólo posibilitada en tanto un padre se presenta como muerto. Todos hablamos “en nombre de” algo…incluso, a veces, con viento a favor, hablamos en nombre propio. Nombre propio que no es sin el nombre del padre. Nombre del padre, es decir, del padre que habla en nombre de la castración. En primer lugar, la suya.
Winnicott en correspondencia con Lacan, no sin Freud. No es cierto que el inglés, preocupado como estaba por los efectos del sostén materno, dejara del lado lo paterno: sostenía que el pasaje de la adolescencia a la edad adulta sólo es posible por sobre el cadáver de un adulto: muerte simbólica del padre que posibilita un pasaje, que no es sin culpa. Partida de ajedrez riesgosa en donde la caída del rey a veces es jugada en el plano real, acting mediante.
Entonces, es a partir del padre que un espacio otro que el materno y un tiempo diferente al infantil pueden construirse. El famoso “ambiente facilitador” referido por Winnicott es algo así como el espacio transicional escrito en clave de adolescencia: a pesar de que Winnicott lo ligue especialmente a la dupla formada entre madre e hijo, primer hueco, hendidura a ser elaborada mediante la construcción del símbolo y del juego, no dejo de pensar que el ambiente facilitador es en el fondo un espacio padre. “Entre” paradojal a sostener en su ambigüedad en donde la capacidad de jugar del analista será sin duda puesta a prueba.
Siguiendo una metáfora futbolera nos preguntamos permanentemente qué posición ocupamos en tanto analistas en el campo de juego. Si la transferencia asigna diferentes puestos imaginaria y simbólicamente al analista, al mismo tiempo, la asociación libre implica en sí misma una terceridad. Por otra parte, si la experiencia de la transferencia es aquello de un análisis que nunca se olvida, el analista insta al sujeto en análisis a hacerse cargo de un decir que no es sin consecuencias en tanto es transporte, vehículo, de su deseo; eso tampoco se olvida…
Si el obsesivo es el testimonio (semi) vivo de lo imposible del deseo humano, por su parte la histérica (¿siempre es “la” histérica, independientemente de su sexo biológico?) da muestras de la marca de insatisfacción del deseo: coartada paradójica en tanto se intenta mantener a resguardo como imposible aquello que por definición lo es. Mantener un resto allí donde lo terrorífico se presenta como posibilidad de ser apresado en un goce sin límites. El fantasma neurótico apunta al goce a condición de no obtenerlo.
Sigo a Melman y digo que un padre no puede hacer nada mejor por sus hijos que hacer fracasar la relación sexual; a partir de allí la desproporción entre la satisfacción buscada y la obtenida será marca y testimonio del don paterno operando como cesión de castración al hijo.  Deuda del neurótico con el padre, imposible de ser saldada en el mismo lugar en donde se contrajo.


miércoles, 4 de mayo de 2011

¿Por qué el psicoanálisis? aún...

Es un tema de discusión presente entre los analistas la cuestión de la permanencia y de la vigencia del psicoanálisis.  Desde distintos sectores, tanto analíticos como extra analíticos, se debate acerca de la posibilidad de desaparición del psicoanálisis. Algunos argumentos giran alrededor del tiempo, la eficiencia, el dinero, el costo de los tratamientos.  Dinero- tiempo- eficiencia, valores de primer orden en la era posmoderna que nos toca vivir.
       Sin embargo estas cuestiones tan actuales no eran del todo ajenas a Freud, quien solía argumentar que si bien el tratamiento psicoanalítico es caro y largo, lo más costoso en la vida es la enfermedad…y la tontería. La cultura actual confunde eficiencia con eficacia. El análisis es eficaz, y considero que esa eficacia tiene que ver con el poder curativo de las palabras, con la posibilidad de un sujeto de asumir una historia que, una vez nombrada y resignificada, ya no será la misma. La posibilidad de asumir una historia en nombre propio, en una posición de responsabilidad en relación con el deseo definitivamente cambia la vida de los sujetos. Si bien pienso que el analista deja en suspenso el deseo de “curar” a su paciente, al mismo tiempo considero que el psicoanálisis “cura”. Con esto quiero decir, que un análisis llevado hasta sus últimas consecuencias –hasta sus últimas consecuencias en la asunción y el despliegue de la verdad de los deseos de cada uno, sean estos de índole neurótica o psicótica - tiene efectos tangibles en la vida de los sujetos.  Freud pensaba que la libido del neurótico, enlazada a los fantasmas incestuosos, una vez desasida de ellos –es el trabajo que propicia el análisis por la vía de la transferencia- queda en disponibilidad de ser utilizada para la vida. De esta forma el análisis permite que el sujeto ponga en juego su deseo, no cualquiera, sino un deseo regulado por una ética: la de la prohibición del incesto.
       Cierta vez leí un texto de una analista que decía que hay ciertos pacientes que tienen una “falta de confianza en el significante”. Son las llamadas “patologías del acto”. Evoco esto porque me hace pensar en la absoluta confianza de Freud en las palabras, incluso en el terreno de las psicosis: vale la pena recordar que en el caso Schreber Freud contradice a todo el saber o el discurso médico al buscar, hasta las últimas consecuencias, un sentido a la producción delirante del presidente del tribunal. Allí donde la medicina ve una producción sin sentido, el delirio, Freud tiene la convicción de que el delirio del psicótico aloja en su interior algo relativo a la verdad de la historia del paciente, tema que retomará sobre el final de su obra. En Construcciones en psicoanálisis afirma que el delirio aloja en su interior un núcleo de verdad histórica. Puede considerarse que el mérito de Freud entre otros-  en torno al caso Schreber- es haber tomado su palabra absolutamente en serio.  A tal punto toma  Freud en serio las palabras del magistrado que,  sobre el final del caso, compara la teoría de la libido con el contenido del delirio de los rayos divinos; y se pregunta –no sin humor- si el delirio de Schreber no es acaso científico o si la teoría de la libido no tiene algo de delirio. 
        Lo alarmante es que esta falta de confianza, que mencionábamos más arriba, en el significante no es patrimonio exclusivo de cierto tipo de pacientes; es compartida por el discurso médico –se acallan las voces delirantes del loco, tal vez por el horror de la verdad que nombran. En relación con esto último, Lacan se sorprende con el hecho de que al psicótico no se le pregunte por el texto de las voces que escucha. En este sentido Freud toma al pie de la letra lo que dicen los pacientes, se detiene, inicialmente, en el poder de las palabras aportadas por la histérica en la cura. De esta forma, deja al síntoma la posibilidad de hablar. Movimiento que implica por parte del analista –a diferencia del hipnotizador- una renuncia a una posición de poder.
        En su libro El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis Maud Mannoni realiza una crítica tan lúcida como descarnada al discurso y el saber de la psiquiatría, así como también a sus prácticas frente a la locura. Influenciada por la antipsiquiatría cuestiona el lugar que la sociedad asigna al loco. Alerta sobre el riesgo de la posición médica en donde el experto es quien “sabe” acerca del sufrimiento del otro. Movimiento que borra al sujeto, a quien se priva de enunciar su verdad en tanto no hay allí una oreja a quien esta pueda ser dicha… No está de más preguntarse, en relación al analista y siguiendo en este punto las ideas de Piera Aulagnier, cuál es la fuente de su saber. Huelga decir que el saber del que se trata no se sitúa del lado del conocimiento ni de lo académico; por otra parte el llamado “análisis didáctico” (conjunción de dos términos inconciliables de lo cual mucho se ha hablado ya en la historia del psicoanálisis) muestra su fracaso en la ilusión de operar como garante del saber analítico en tanto experiencia del propio inconsciente. Gregorio Varemblitt dice con humor en los agradecimientos de su libro El concepto de realidad en psicoanálisis: “Por todo lo excelente recibido de E. Rodrigué, el autor le agradece enfáticamente que haya logrado ser su psicoanalista a pesar de haber sido su didacta.
 Maud Mannoni opina al respecto que cuando el análisis didáctico no ha dejado lugar al análisis el analista efectuará su propio análisis con su primer paciente. Esto da lugar, piensa Mannoni, a la posibilidad de actuaciones, somatizaciones e inclusive accidentes suicidas por parte del analista. Al respecto dice Mannoni: “La aplicación, en nombre de un saber instituido, de medidas intempestivas de “cura” no logra otra cosa que aplastar aquello de demanda hablar en el lenguaje de la locura, y al mismo tiempo lo fija en el delirio, con lo que aliena aun más al sujeto”
En relación al tema del saber dentro de la relación analítica, Octave Mannoni postula que en un análisis el saber siempre se espera del otro: si el paciente lo espera del analista, el analista lo espera del paciente. Este juego de espejos muestra, a la vez que vela, el hecho de que aquel de quien se espera el saber no es realmente alguien. Otro –con mayúsculas- siempre presente en la situación analítica. Por su parte, Piera Aulagnier se pregunta qué esperan y que oyen de nuestro discurso aquellos que vienen a demandarnos “saber” y al mismo tiempo qué espera y qué escucha el analista acerca de esa demanda que se le dirige. No está nunca de más recordar el llamado que hace Freud a los analistas en sus Escritos técnicos a “dejarse sorprender” por las fuerzas psíquicas intervinientes en el paciente. Lacan por su parte advierte a sus discípulos en el Seminario III acerca de que no traten de “comprender” al paciente. Cuando uno, ubicado en un lugar de saber, comprende demasiado, deja de hacerse preguntas y deja de escuchar
        El destino de la “enfermedad mental” depende de que se le dé o no al sujeto un espacio que permita traducir en palabras su padecimiento. En este sentido, el saber psiquiátrico objetiviza el sufrimiento del paciente haciéndolo desaparecer como sujeto hablante en el seno de una clasificación nosográfica.  El poder se ejerce y se despliega en un doble movimiento, en un doble requerimiento: de homogenización y a la vez de exclusión de lo que queda como resto, como deshecho.
        La regla clasificadora  -nos recuerda Michel Foucault-  domina tanto la teoría como la práctica médica: “Antes de ser tomada en el espesor del cuerpo, la enfermedad recibe una organización jerarquizada en familias, géneros y especies. Aparentemente no se trata más que de un “cuadro” que permite hacer sensible, al aprendizaje y a la memoria, el copioso dominio de las enfermedades” De esta forma, la enfermedad, al emerger bajo la mirada del médico, va a tomar forma objetivada en el cuerpo sufriente del sujeto. Es más, para conocer la verdad y la esencia del hecho patológico, el médico debe incluso abstraerse del enfermo, de su subjetividad y de la palabra que lo representa; saber apoyado sobre todo en la mirada para el cual la palabra del sujeto se presenta –las más de las veces- como un obstáculo.  En contrapunto con lo anterior la aventura analítica no tiene otro fin que el de abrir, para el sujeto que sufre, las vías de acceso a un saber que ha sido sustraído a la consciencia. De esta forma, el analista no entrega un saber al paciente sino que, desde su posición de abstinencia, permite la creación de un lugar, un espacio –el de la transferencia- que permitirá al sujeto dar sentido a su propia palabra, palabra atravesada por el desconocimiento y la mentira. Dicho de otra forma, considero que la función del analista no pasa por “enseñar” cosas al paciente sino por posibilitar mediante sus intervenciones que éste se haga preguntas.
       A la demanda del paciente (en el caso de la locura es siempre pertinente la pregunta acerca de quién demanda y qué se demanda) la psiquiatría responde mediante un diagnóstico que no abre ninguna perspectiva nueva al sujeto: opera más como clausura –de la palabra y de la historia- que como apertura que posibilite un cambio en la posición subjetiva del paciente. Mientras que el diagnóstico en psiquiatría opera un movimiento de generalización, es decir hace entrar al paciente en una categoría pre establecida, categoría que no representa al sujeto, conjunto previamente constituido que opera al modo de las clasificaciones botánicas; la práctica analítica se juega en relación al caso por caso y tiene un carácter absolutamente singular. Desde esta perspectiva, cada análisis es único y hay tantas neurosis obsesivas como neuróticos obsesivos hay. No hay dos histerias iguales ni ningún paciente en los libros. Quizás valga la pena aclarar en este punto que no estoy considerando que el psicoanalista deba rechazar el diagnóstico en tanto instrumento central en la psiquiatría. Pienso que los analistas deben saber diagnosticar rigurosamente: saber establecer un diagnóstico para después “dejarlo caer” y dar lugar a la palabra del sujeto y a su singularidad. Realizo esta aclaración porque en ciertos círculos analíticos el diagnóstico es considerado como mero prejuicio por parte del analista. El tema no se juega, quizás, tanto en abogar por un “sí al diagnóstico” o “no al diagnóstico” sino poder establecer y precisar el “para qué” del diagnóstico en la práctica que sostenemos como analistas. La impericia en el establecimiento del diagnóstico se traduce en un desconocimiento de los diferentes modos de funcionamiento psíquico presentes en la neurosis y en la psicosis; hay intervenciones analíticas que resultan operativas en los pacientes neuróticos y tremendamente iatrogénicas en el paciente psicótico y viceversa.
       Quizás sea la psicosis la patología que más empuja al otro a actuar en nombre del “bien del sujeto”. A menudo, el camino al infierno está sembrado de las mejores intenciones. La demanda de “curación” – ya sea que esté planteada por el paciente o por quienes lo rodean- encubre siempre algo del orden del imperativo moral. Al respecto dice Lacan: “Tenemos que saber a cada instante cuál debe ser nuestra relación efectiva –y podría agregarse “afectiva”- con el deseo de hacer el bien, el deseo de curar. Debemos contar con él como algo por naturaleza proclive a extraviarnos, en muchos casos instantáneamente”  Afirma también Lacan que el dominio del bien es el nacimiento del poder, dimensión del bien que levanta una muralla poderosa en la vía de nuestro deseo.  
En relación a la problemática del bien en la cura analítica Isidoro Gurman plantea: “¿Y  qué es curar? Uno puede decir que de la cura se ocupa mucha gente: se ocupan los médicos, los fonoaudiólogos, los psicólogos, los médicos psicoanalistas, la madre, la abuela, el padre. Es decir, hay un universo que se mueve en torno de la cura. La cura es convocada a propósito de un Mal, en función de un Bien posible.
       Me parece importante la cita para pensar cuál es la especificidad de la cura analítica en relación con las otras “curas” que se ponen en juego en torno al sufrimiento humano, sea este de índole neurótica o psicótica. Al alertar a los analistas acerca del furor curandis Freud define las bases de la posición del analista en la cura: la escucha se produce en abstinencia –a diferenciar de la “neutralidad”, abstinencia que, entre otras cosas, podríamos pensar como abstinencia de saber, es decir no precipitar sobre el otro –el paciente- saberes anticipados.
       En relación al tema que venimos considerando, relata Mannoni que en el período en que escribe El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis frecuenta a Winnicott. De él dice que la alienta a hablar del análisis en una lengua simple, en la lengua de todos los días, centrándose al máximo en la experiencia clínica. Según él –nos dice Mannoni- del paciente es de quien debo aprenderlo todo. Nuevamente la relación del analista con el saber se hace presente en estas palabras. Menciona también Mannoni en este texto que Winnicott lamentaba el hecho de que los adolescentes psicóticos no pudiesen, en momentos de crisis, hallar un lugar donde delirar sin que se ataje inmediatamente ese delirio con la aplicación de una quimioterapia apresurada; al mismo tiempo lamenta Winnicott que el analista acepte tan mal el hundimiento de un adolescente. Dice Winnicott a Maud Mannoni “Existe demasiado a menudo la preocupación, dice, de enderezar, de mantener de pie a un sujeto que demanda una ruptura y necesita existir primero en el rechazo. ¿Por qué- me dice- habla usted de “curar”, cuando a menudo basta con “acompañar” a un ser en su desamparo?”.  A su vez, y de manera similar a Winnicott, Octave Mannoni afirma que no se trata, para el psicoanalista, de combatir la crisis de la adolescencia, ni tampoco de “curarla” sino más bien de “acompañarla”, habla el autor de que el analista debe afrontar la crisis, lo cual no quiere decir ni soportar pasivamente ni reprimir ciegamente.
      Dar lugar, entonces, mediante la escucha al sufrimiento de alguien. Escucha que no moraliza ni juzga sino que se presenta como receptiva a lo que un sujeto tenga para decir, incluso para aquello que sólo puede ser dicho de manera delirante. Marca subjetivante de la palabra propia cuando permite integrar aquello que, por diversos motivos, ha sido expulsado de la historia. Dicho de otra forma –y esta vez siguiendo a Winnicott- se trataría de propiciar entonces que algo de eso no inscripto pueda ser puesto en palabras y puesto a cuenta de la historia personal. Verdad evanescente, nos recuerda Mannoni, que solamente puede manifestarse en un lugar diferente de aquel en que la buscamos.
       Coincido con el planteo de Maud Mannoni acerca de que sería deseable que los analistas no centren su trabajo exclusivamente en la práctica de sus consultorios privados. Pienso que es deseable que los analistas puedan estar presentes en las instituciones. Sabemos que si bien es imposible establecer un análisis “clásico” dentro de, por ejemplo, el marco institucional hospitalario, o psiquiátrico, o escolar, también es posible que, en los intersticios que toda institución deja, algo de un efecto analítico pueda operar. A menudo los analistas oscilan entre la impotencia –“es imposible el trabajo en la institución” a la omnipotencia –“se puede modificar absolutamente la institución, etc.”  Pienso que la presencia de un analista dentro de las instituciones puede dar la oportunidad de que la palabra del sujeto sea escuchada de una manera diferente, a la vez la experiencia del trabajo institucional suele ser muy rica para el analista a nivel de aprendizaje y experiencia.
       Acerca de la relación entre el psicoanalista y la institución psiquiátrica Emiliano Galende plantea que (…) “el psicoanálisis nunca avaló la exclusión-custodia de los enfermos mentales, siempre sostuvo una práctica de respeto por la palabra del enfermo, y una ética de la verdad y el deseo” Agrega el autor que  quizás no sea casual que el psicoanálisis se haga presente en el hospital psiquiátrico y asuma la representación de los restos de humanidad que aun alberga esta sociedad. Lugar marginal el del analista en sus relaciones con la medicina, desde sus orígenes. Lugar del analista que no es sino, tal vez, análogo a las cualidades del objeto del cual se ocupa. De esta forma, el analista es convocado a la institución psiquiátrica para que se ocupe de estos “restos”, para dominar o regular eso que no marcha, se espera de él una acción correctora específica: la sumisión del deseo a un orden educativo-normativo-adaptativo.
       Viene al caso el relato de una experiencia institucional: trabajé un par de años en una institución dedicada a la “rehabilitación” de adictos. Estas instituciones –aunque no era una característica predominante de la institución de la cual formé parte- suelen tener en común la percepción de “la droga” como un MAL que hay que eliminar en nombre de un BIEN, suenan y resuenan las expresiones del “flagelo” de la droga, etc.; de la misma manera que el saber médico-psiquiátrico considera a la locura un mal. Lógica esquizo- paranoide que suele dejar de lado una interrogación en relación al sujeto. De manera similar al enfermo psiquiátrico que se identifica con este lugar que desde el discurso médico le es asignado, el del loco, el paciente adicto suele hacer suplencia del nombre propio nombrándose como “adicto”. La dimensión subjetiva, de la cual el nombre propio es soporte, se borra y “adicto” suele pasar a ser el nombre ortopédico que brinda cierta consistencia a la endeblez del yo. Desde este punto de vista, plantear una institución “para adictos” contribuye, sin dudas, a fijar al sujeto en esa identificación tan invalidante como mortífera. Lo siniestro del asunto es la forma en que, tanto el loco como el adicto, reproducen el mismo discurso que los segrega. Por supuesto el analista deberá estar advertido del riesgo de medicalización, tanto de su discurso como de las intervenciones que realiza. La “rehabilitación” ofrecida al adicto, más que centrarse en criterios esencialmente adaptativos o normativos, tendría que apuntar a re-habilitar a alguien en relación a su deseo y a la palabra que lo representa. Esto implica de alguna forma, por parte del analista en la institución, una interrogación permanente acerca de los actos que realiza. Si el psicoanálisis es por definición cuestionador (de la cultura, de la posición imaginaria del sujeto en relación a su sufrimiento, etc.) también debe estar en condiciones de cuestionar e interrogar permanentemente su propio discurso y su propia práctica.
       Al respecto señala Lacan que el analista tiene que pagar algo para sostener su función, a saber: paga con palabras, es decir, sus interpretaciones; paga con su persona, en la medida en que –por la transferencia- es literalmente desposeído de ella y finalmente es necesario que pague con un juicio en lo concerniente a su acción. Esta –nos dice lacan- es una exigencia mínima para el analista. Ética del analista que lo lleva a examinar cada vez la relación de la acción con el deseo que la habita. Acción que en parte permanece velada para el analista mismo. Hueco en el saber que abre la dimensión del enigma a soportar.
       La apuesta, una vez más, consiste en tratar de derivar por lo psíquico eso que, por no decible, tiende a ser puesto en acto. Ofrecer un espacio de simbolización es, en algunas ocasiones, una experiencia privilegiada para un sujeto donde algo puede ser nombrado por primera vez.
      

viernes, 8 de abril de 2011

backstage

Apresuró con vehemencia la última gota de agua mineral. El líquido pasó por su garganta en una agonía de tuberías saturadas. 15 segundos. La reputísima madre que lo parió. De nuevo la garganta seca. Los 335 ml., entonces, fueron al reverendo pedo.
   La voz de su analista suena metálica en el interfón -¿Quién es? -Nadie.

sábado, 26 de marzo de 2011

Encrucijadas. Freud<>Nietzsche

          Nuestras visiones más elevadas deben forzosamente parecer locuras, y a veces hasta crímenes, cuando, de manera ilícita, llegan a orejas de los que allí no están ni destinados ni predestinados. F. Nietzsche – Más allá del bien y del mal. ( 1905)

        En el presente trabajo intentaremos hacer trabajar una posible relación entre algunas ideas, nociones y conceptos de Nietzsche y Freud. Hacer trabajar la fecundidad de un posible encuentro tanto como los puntos de divergencia entre uno y otro.
        En tanto ambos se han interrogado acerca de las condiciones de la existencia humana y las formas del malestar, creemos oportuno leer desde sus perspectivas aquello que en Freud define el campo de la neurosis, es decir el malestar en la cultura.
        Para esto, partiremos de una primera pregunta: ¿qué es la verdad? Intentaremos bordear el estatuto que ésta toma en las teorizaciones de Freud y Nietzsche; así como también la manera en que tradicionalmente se asocia, con demasiada facilidad la verdad a la realidad como hecho objetivo y objetivable.
        Nuestros autores se caracterizan por haber interrogado lo que de estas dos nociones se presenta como observable, naturalmente dado. Ambos emprenden un camino que intenta despejar lo que del ser humano permanece en lugares recónditos, produciendo un descentramiento de aquello que el sentido común presenta como “natural”. Al respecto son propias las palabras de Nietzsche en el Prefacio de Genealogía de la Moral “…Y es que fatalmente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos comprendemos, necesariamente tenemos que confundirnos con otros, estamos eternamente condenados a sufrir esta ley: “Cada uno es el más extraño a sí mismo, no somos de esos que buscan el conocimiento”…”
           En uno de sus últimos artículos Freud señala que el delirio psicótico contiene, entrama, aloja un núcleo de verdad, situando esta verdad como histórica y como “intento de curación”. Efectúa así un descentramiento de lo que impone como dato el sentido común. Lo más “loco” - o aquello más alejado de “la realidad”- para el observador coincide con la verdad. Lo más “enfermo” coincide con un intento de restablecimiento, de curación. Freud cuestiona de esta manera el saber oficial de la medicina. De manera similar compara en el caso Schreber la estructura del delirio con la estructura de sus teorizaciones sobre la libido.
       Primer subrayado: la verdad histórica. Es esta una noción compleja si la acercamos a la idea de realidad. Propongo otra lectura: verdad como entramado lógico que aloja al sujeto. He aquí la impronta del pensamiento freudiano. Freud resigna, pierde “La realidad” como acontecimiento objetivo para encontrar las huellas –esas que en Moisés dice que es necesario borrar- de la realidad psíquica. De la teoría traumática, de lo real del acontecimiento a lo real de la fantasía. Del trauma como acontecimiento al trauma como vacío de significación. 
        También, más o menos temprano, Freud entiende que hay en los sueños eso que él llama “ombligo del sueño”. Sería posible decir que es allí donde la verdad se aloja, asentándose como punto de imposibilidad, como punto evanescente de verdad “pura”.  En Nietzsche encontramos la referencia a la  “cosa en sí” kantiana (Nietzsche, F. Sobre mentira y verdad en el sentido extramoral. Ed. Tecnos. Madrird, 2001. p. 22) –la verdad pura- como inalcanzable. Agregaríamos: es a partir de eso que se habla, que el lenguaje se entreteje como red en el intento de cernir la cosa, la “enigmática x de la cosa en sí” (Nietzsche, F. Sobre mentira y verdad en el sentido extramoral. Ed. Tecnos. Madrird, 2001. p. 22)
        Dicho de otra manera: el sujeto construye entramados de representantes, mundos de significación como litorales de eso que, por definición, permanecerá inaccesible. En términos freudianos diríamos que la madre como presencia deviene das ding dando apertura a la constitución del sujeto.
        De un lado –Nietzsche- el lenguaje envía al sujeto lejos de sí mismo, de su verdadera naturaleza. El lenguaje no tiene otra chance que la de elaborar decires metafóricos; del otro lado –Freud- el sujeto humano pierde su naturaleza a partir del encuentro con el Otro materno sexualizante, al cual el sujeto deberá perder para empezar a inscribir-se en el campo de la cultura, campo que es posible situar junto a Nietzsche y Freud como campo de lenguaje.
        Allí donde lo social, mediante la instrumentación de un saber oficial –el de la psiquiatría- sanciona una mentira (el delirio, el síntoma histérico) Freud sitúa una verdad, que no será una verdad a priori sino a construir en el trabajo con su paciente.
        Freud sabe entonces que la verdad insiste en la formación sintomática y, en el peor de los casos, en la compulsión repetidora. He aquí la verdad en su faceta de demonio.
De esta manera, sería posible ver en este punto un hilo conductor entre nuestros dos autores. Éste consistiría en la fuerte interrogación por parte de ambos acerca del lugar de la cultura en la causación del malestar.
        En ambos es posible situar el padecimiento humano en relación con la renuncia pulsional impuesta al sujeto por lo social. Cito a Nietzsche: “El hombre descansa sobre la crueldad la codicia, la insaciabilidad, el asesinato…”.  (Nietzsche, F. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.. Ed. Tecnos, México, 2001, p.20) La razón será entonces la apariencia que encubre la porción indómita de la naturaleza humana.
        De la misma manera, Freud sabía que el precio que paga el sujeto por acceder a la cultura es la instalación del superyo, transacción realizada en moneda neurótica. Esto mismo es lo que entrevé Nietzsche: “Esa manera de tratarse a sí mismo, esta crueldad contra sí mismo del animal humano introducida (en Freud el superyo es la autoridad parental internalizada) en su vida interior (…) y que inventa la mala consciencia para hacerse daño, desde que la vía natural de este deseo de hacer mal le fue coartada…”
(Nietzsche, F. Genealogía de la moral. Ed. Porrúa. México, 1999. P. 187.)
        Sí, ambos sabían que “En el hombre hay tantas cosas espantables. Al mismo tiempo ambos trascendieron, superaron el horror para poder pensar en ello.
        Para Freud la cultura reposa sobre la interdicción de lo espantable. De aquí se desprende que el lugar del sujeto en la cultura no sea otro que el malestar: “…jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan “desamparadamente” infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor. Para Freud una de las formas de lo sacrificial estará en relación con conservar el amor del superyo, figura hostigante de cuya severidad Freud hacía depender la gravedad de la neurosis.
        Al respecto resulta sumamente interesante la siguiente consideración de Nietszche: “El valor de lo verdadero se ha presentado a nosotros (…) ¿quién de nosotros es Edipo? (Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Ed. Porrúa, México, 1999, p. 5)
        Arribamos nuevamente a un vector común entre Freud y Nietzsche: en ambos la verdad no es sin consecuencias y sabemos que aquel que se ha atrevido a la verdad tuvo un destino trágico. Tal vez por eso Freud situaba como un desenlace deseable de la labor terapéutica el pasaje de la miseria neurótica al infortunio común. También consideraba al espacio analítico como un lugar en donde –transferencia mediante- eran convocados los demonios y el analista no podía desentenderse de su responsabilidad al respecto.
        Si para Nietzsche la razón de ser se encuentra en la “cosa en sí” y en ninguna otra parte, Freud encontrará a la cosa en sí perdida y produciendo un efecto de verdad. En ambos encontramos un saber oficial fuertemente cuestionado, saber de las apariencias que al caer posiciona al sujeto de manera diferente frente a un saber que no sabe que sabe.
        Si la idea en Nietzsche es que la realidad es un constructo, en Freud reencontramos esta problemática en relación a la cuestión de cuál es la operatoria mediante la cual el sujeto lee la realidad. En una y otra vía de pensamiento encontramos la noción de un sujeto productivo, activo en relación con las coordenadas subjetivas a partir de las cuales la realidad es cifrada. Podría decirse que perdida la cosa en sí, el sujeto producirá un andamiaje psíquico en el cual sostenerse. Construcción realizada sobre un desgarro fundacional a partir del cual las producciones culturales llevarán la impronta de la desarmonía, la desproporción entre la satisfacción obtenida y la esperada.
        El análisis es un llamado a la responsabilidad psíquica del sujeto en relación a su fantasma. Nietzsche no era ajeno a esto. Ambos, Freud y Nietzsche han transitado el camino de lo obvio para encontrar en lo sabido el lugar de lo extraño, de ese extraño que es el sujeto humano para sí mismo.
        Freud se pregunta en El porvenir de una ilusión ( 1927) si es posible reducir el sacrificio que la cultura impone al individuo. Esa misma pregunta interpela al analista, se re-edita en cada análisis; ¿Es posible reducir esta voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobado hasta hacer su expiación imposible, su voluntad de verse castigado sin que nunca el castigo pueda ser el equivalente de su falta? (Nietzsche, F. Genealogía de la moral.. Editorial Porrúa, México, 1999, p. 187).
La cuestión se pone en juego en cada análisis, en el intento de tramitación psíquica, en la construcción de un espacio subjetivo que entrama eso que Winnicott llamaba “historia personal”.
        Decíamos con Freud: de la miseria neurótica al infortunio común, agregamos: del trauma a la historia se constituye el andamiaje del sujeto. Nietzsche de-vela determinadas construcciones sociales, mostrando el costado descarnado de la existencia humana que intentan obturar, a su vez Freud cuestiona a la consciencia como amo de lo psíquico, dándole en este movimiento un lugar al sujeto.
        Para finalizar, hacemos nuestras las palabras de Emiliano Galende: “Todas las formas de institucionalización se hacen en nombre del bien del individuo: la escuela, la justicia, la medicina, la psiquiatría. El dolor mismo que causan en el individuo, índice del malestar que contienen, es señal del bien que hacen. Sólo el psicoanalista frente a los materiales que trata, no se plantea hacer el bien. Se propone que la palabra emerja en el sujeto y está dispuesto a aceptar sus consecuencias. Interroga más bien a las normas pedagógicas y a las reglas de la educación, como interroga al mito o a la fantasía, al delirio o a la cultura. (Galende, E. Psicoanálisis y salud mental. Para una crítica de la razón psiquiátrica. Paidós, Buenos Aires, 1994, p. 35.)










sábado, 19 de marzo de 2011

Casa tomada ¿Con qué soñó Cortázar? (Relación con la alteridad)

Marisú Vallejos, psicoanalista de Rosario, Argentina, me envió un texto sobre Casa Tomada que considero vale la pena compartir.

Casa tomada: ¿Con qué soñó Cortázar? (La relación con la alteridad)
Marisú Vallejos

Psicoanálisis aplicado, psicoanálisis extramuros o en extensión -al decir de Laplanche-, importación de un hecho literario para hacer hablar a la teoría, ejercicio de lectura sobre lo escrito por un escritor, Cortázar, que se cuenta soñante; soñante que despierta, escribe su sueño y lo transforma en cuento: Casa tomada.
El cuento parece que ha tenido variadas interpretaciones: ¿Es una metáfora del exilio, o del advenimiento del peronismo? El, a juzgar por la entrevista*, parece apostar a conservar el enigma, se asume como hombre post psicoanalítico y se reconoce sujeto dividido, portando un inconsciente.
Hay una versión del cuento** que puede considerarse una interpretación particularmente interesante. Es una trasposición espacial del texto, que aprovechando el “miramiento por la figurabilidad” de todo sueño, lo inscribe en un plano de la casa/escenario del sueño y lo va haciendo migrar -al texto-, recluirse, expulsarse del interior, tal como lo hacen los personajes en el cuento.
Metáfora preciosa, podríamos reconocer:
-de la constitución del aparato psíquico y sus clivajes
-del trabajo de la represión y sus fracasos
-del sepultamiento de los objetos originarios y sus goces concomitantes
-de la inscripción del superyo a partir de restos/enclaves de lo exógeno; de su retorno desde un interior constituido por implantaciones internas/externas; del empuje que ejerce – no sin traumatismo- sobre lo incestuoso hacia un destino de olvido (amnesia infantil) y que arroja al yo fuera de sus dominios hegemónicos.
 Superyo que va tomando cuerpo a medida que el tiempo transcurre y, en su vertiente estructurante, se hace ley que regula y abre camino a la exogamia, que divide al sujeto y lo encausa hacia destinos tranferenciantes y sublimatorios ( si reparamos en que los personajes salen de su casa, el soñante despierta, y éste es Cortázar escribiendo el cuento).

Si bien como lector uno no puede dejar de temer y odiar esa presencia siniestra ante la cual el tejido del sueño va cediendo en su lucha hasta que pierde, agradece ese montante de angustia que hizo fracasar el trabajo onírico – el guardián del dormir y la homeostasis- para que los personajes acaben saliendo, Cortázar despierte y nos escriba semejante cuento...

*Entrevista emitida en Canal Encuentro.
**Edición diseñada por Juan Fresán, de 1969.

domingo, 13 de marzo de 2011

Encuentro con Cortázar. Tiempo y espacio en El perseguidor

                Algo en relación a las nociones de tiempo-espacio: ambos tienen relación con la idea de frontera, de límite. Un espacio es tal en virtud de un límite que lo diferencia de otro. De la misma manera, el tiempo supone una construcción hecha de cortes sucesivos a partir de los cuales surge la demarcación que permite situar al  sujeto en un momento determinado. Dicho de otra forma: un momento es en tanto plausible de ser diferenciado de otro que no es. La repetición de lo idéntico caracterizada por la imposibilidad de hacer diferencia entre un momento actual y otro ya vivido deja al sujeto en la perplejidad de lo siniestro.
      
        Esto lo estoy tocando mañana, dice ese Dédée tan amable como temible que Cortázar nos regala. La incertidumbre sobre el futuro angustia. ¿La certeza vuelve loco?  ¿Hay tiempo en la locura?
        Cortazar y el tiempo del jazz. Éste es siempre en síncopa. Dentro del argot musical se habla de tiempos irregulares. Podría pensarse que el perseguidor recoge y hace propia una temporalidad marcada por lo irregular. Dédée está atravesado hasta los huesos por el tiempo del jazz, tiempo vertiginoso y a la vez sutil, hecho de fraseos y escalas alteradas. ¿Está loco Dédée?  Personalmente no lo creo. Fuera del tiempo convencional, él es mañana. Evidencia que lo deja en terreno sabido de antemano, lo acerca a la muerte en tanto es la única certeza que, los mortales,  podemos poner a cuenta del futuro.
        El perseguidor está escrito con una lógica jazzera, compleja. De esta manera, el cuento pone en escena un tiempo diferente al tiempo cronológico. Éste último, es definido por Dédée como un tiempo de relojes, que remite a una visión “escolarizada” de la temporalidad. El tiempo cronológico es el de la historia oficial. Dédée lo desprecia. En algún lugar de su mente él tiene la intuición de un tiempo Otro: tiempo de la subjetividad, que podríamos caracterizar como Lógico:
“…viajar en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…” Ese otro tiempo es el que procede como una elasticidad retardada. La obsesión de Dédée por los relojes es, tal vez, su forma particular de conjuro contra la muerte: “Entonces un hombre, no solamente yo sino esa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más veces de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana…” Sorprende la paradoja de que nuestro protagonista no tiene otra posibilidad que apelar a una métrica numérica al mismo tiempo que intenta prescindir de la medición cronológica del reloj: “cientos” de años, “mil” veces más…
        Si el perseguidor transcurre en un derrotero de notas trasnochadas, ebrias, irrespetuosas, la ironía está en el abrupto disloque de la sucesión de hechos, en el punto en que mañana se hace cierto dejando de ser mera posibilidad probabilística. Futuro igualado a presente producen el síncope de Dédée, su síncopa. Su perseguidor no viene detrás sino delante. Su perseguidor es un mañana hecho de sueños premonitorios de carácter mortífero.
        A Dédée la música le ofrece la oportunidad de “meterlo en el tiempo” acotando la posibilidad de quedar entrampado en un tiempo sin cortes (“-Por eso en esa casa
-dice en referencia a su historia familiar- el tiempo no acababa nunca, sabes.” Y unas líneas más abajo agrega: “La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo”)  
        Se me ocurre la comparación de que Dédée es al tiempo lo que Funes, el memorioso de Borges, al recuerdo y al olvido, en tanto figuras de lo imposible.
        Casi diría que Cortazar pinta el mar con mar, como el pintor loco (¿?) de Baricco. Pérdida de la distancia figurativa que es a la vez el intento de enmarcar un blanco; vacío oceánico que traga, engulle y vomita. Dónde esta el ojo del mar? – pregunta el pintor. Sin ojo no hay antes ni después ni al lado de. Es su propio ojo perdido en el mar. ¿Está, a la manera de Dédée, pintando el mar mañana? Curioso, o no tanto, que la respuesta venga de un niño, podría decirse, sin edad: El ojo son los barcos.
        Dédée, el pintor, se exilian a su manera. Exilios imposibles, en tanto pierden, de alguna manera las fronteras que demarcan la existencia de un lugar otro. Tiempo y espacio abiertos que borran la posibilidad de hacer-se lugar.
        Al arribar a este punto del escrito, nos surge como imprescindible la noción de diferencia para poder pensar el tiempo y el espacio. Es a partir de ésta que tiempo y espacio pueden dibujarse, tal vez a la manera de superficies, donde habitar. Tiempo y espacio, al indiferenciarse, pueden devenir océanos abiertos.





sábado, 12 de marzo de 2011

PRESENTACION DE ESTE ESPACIO

      Freud sitúa, de una manera simple y despojada de todo tecnicismo teórico, lo que a su entender constituye el fin del análisis como terapéutica: transformar la miseria neurótica en infortunio común. Ahí donde el mal estar en la cultura cobra la forma de exceso de sufrimiento. Idea central de Freud: el acceso del ser humano a la cultura estará marcado irremediablemente por la renuncia pulsional,  el costo a pagar es la neurosis y la constitución del superyo, esa porción de indómita naturaleza.
       Cabe preguntarnos, en un momento en el que se discute sobre la permanencia o desaparición del análisis, acerca de lo que permite diferenciar al psicoanálisis del vasto campo de terapéuticas que conforman el campo “psi”. Para intentar responder este interrogante hecho mano al mismo Freud:
Para Freud el psicoanálisis es:
a-      Un método para el estudio de los procesos psíquicos inconscientes, inabordables por cualquier otro medio
b-      Una terapéutica para la cura de las neurosis
c-      Una teoría acerca de los hechos psíquicos intervinientes

        En la definición lo que aparece en primer lugar es el método, en segundo el análisis como terapia y en tercer lugar una teoría que intenta dar cuenta tanto del objeto, el inconsciente, con sus leyes de funcionamiento, como del padecer neurótico y los resortes de la cura.
         Lo anteriormente dicho permite sostener la hipótesis de que el interés de Freud se asienta más en el método que en la terapéutica. Las neurosis se le presentan como el lugar privilegiado donde eso, el inconsciente, se da a escuchar. Con la particularidad de que hasta entonces, hasta Freud, no había habido una oreja.   Entonces digo que Freud inventa no sólo el psicoanálisis. Freud inventa el objeto del psicoanálisis. El inconsciente es su invención. ¿Antes de Freud existía el Inconsciente?
Considero que no. Considero que existe a partir del acto fundacional que Freud realiza. Acto mediante el cual eso es nombrado, y no solamente nombrado. Eso es escuchado.               El psicoanálisis se constituye a partir de un cierto posicionamiento en relación a la mentira y a la verdad. Antes de Freud las histéricas eran consideradas, dentro de la tradición psiquiátrica, como “simuladoras”, lo cual constituye un deslizamiento de “mentirosas”. Freud sigue las pistas de “esas mentiras”, se deja llevar por ellas (al igual que sobre el final de su obra se dejará llevar por el delirio en “construcciones” escuchando allí otra cosa: el delirio en su particular relación con la verdad) para tropezar con un orden de verdad diferente: lo pulsional mediado por representantes.
        Allí donde lo social, mediante la instrumentación de un saber oficial –el de la psiquiatría- sanciona una mentira, Freud sitúa una verdad, que no será una verdad a priori sino a construir en el trabajo con su paciente.
        Freud sabe entonces que la verdad insiste en la formación sintomática y, en el peor de los casos, en la compulsión repetidora. He aquí la verdad en su faceta de demonio.
        En la definición misma que Freud construye está la respuesta al interrogante que nos planteábamos en relación a la especificidad del análisis: esa especificidad está dada por el método y por el objeto. Ambos participan en una relación de implicación recíproca. Es decir, el inconsciente es producido por el mismo dispositivo analítico.
        Por el lado del método la situación es casi escandalosa: le proponemos al paciente que diga todo lo que se le ocurre sin privilegiar ni censurar nada. Esta situación es absolutamente privativa del análisis. No se produce en ningún ámbito de la vida cotidiana del paciente. No hay ningún otro espacio donde uno diga todo lo que piensa. Salvo, quizás, en los laberintos que construye la psicosis. Como contrapartida nos comprometemos a escuchar de manera parejamente flotante el decurso de las asociaciones del analizado. Es decir, privilegiamos una escucha que ante todo es un dejar en suspenso:
a-       las certezas teóricas
b-       los juicios y pre-juicios, tanto teóricos como personales
c-      el sistema de ideales del analista
d-     las comprensiones anticipadas.

       Entonces, el método consistirá en una apuesta en que allí, en el libre fluir de las asociaciones, el inconsciente del paciente aparecerá entramado en las oscilaciones del discurso, en sus discontinuidades. Si pedimos eso al paciente no puede menos que exigírsenos actuar en consecuencia: nos abandonamos a una escucha “plana”, es decir que no privilegia nada en particular del decir del paciente. Escucha tanto plana como atenta y benevolente.
         De lo anterior se desprende que el inconsciente no tiene una localización en las profundidades del psiquismo sino que está alojado en los hilos lógicos que el discurso del paciente produce. El inconsciente, decimos, está en la superficie psíquica y a partir de allí se realiza la operación que el analista lleva a cabo.
        Ahora bien, siguiendo a Freud hemos situado al método como lo central del análisis, aquello que hace a su especificidad. Cabe agregar que el método necesita de un espacio en donde ser desplegado y que las coordenadas de ese espacio van a estar delimitadas por el encuadre analítico más la abstinencia del analista; o dicho de otro modo: el encuadre es la abstinencia del analista y el método su ética.
        Clásicamente se entiende al encuadre como un conjunto de reglas. Reglas que en definitiva posibilitan un juego. La expresión “contrato” alude a un pacto que regula a ambos participantes del trabajo analítico, a saber: de esta manera se instaura un orden de legalidad que opera como tercero entre los dos del análisis. Obliga y da derechos. Señalando el perímetro que delimita lo que es el análisis  de lo que no lo es. Encuadre: condición necesaria más no suficiente. Si delimita un espacio, la posibilidad de que ahí se instale o no un proceso dependerá de las operaciones que el analista realiza para dar acceso o apertura a la posibilidad de un análisis. Espacio que será, en el caso de la terapia analítica, un espacio pulsional, es decir, sexual.
       Esta apertura que el analista propicia está dada por una serie de movimientos a realizar. A Freud le agradaba comparar el análisis con una partida de ajedrez, en tanto las aperturas y los cierres están más o menos estipulados. Lo demás dependerá de las particularidades del proceso.
Retomo lo anterior: en principio, o en un principio lo que permite el inicio del juego son los rehusamientos del analista. Con esto señalo que hay cosas que aquel que está en lugar de analista rehusará hacer:
Opinar
Hablar o interpretar de memoria
Dar órdenes, dar consejos
Imponer sus propios ideales al sujeto
Discutir medios y fines de la cotidianeidad del paciente.

Lo cierto es que los rehusamientos, la abstinencia no funcionan como imperativo o mandato a seguir sino que están posibilitados por aquello que sostiene al analista como tal, a saber:
El analista se sostiene en principio en su propio análisis, en el conocimiento tanto de sus determinaciones deseantes como de sus puntos ciegos, es decir puntos de su psiquismo no suficientemente elaborados.
En su convicción acerca de la existencia del inconsciente, ésta sólo se adquiere a partir de la experiencia del análisis personal.
En la confianza en el método que implementa y su conocimiento de él.
En el conocimiento de las formas de trabajo del inconsciente.

En relación al tema de la abstinencia del analista, de sus rehusamientos; es decir de su ética, Freud instaba a los analistas a estar precavidos acerca de lo que el llamaba furor curandis. Llamaba a la cautela en relación a posicionarse como salvadores de almas, modelo o ideal a seguir. En una oportunidad, y tal vez un poco alarmado, le escribe a Jung: no intentes curar, limítate a aprender y a ganar algún dinero. Freud era consciente que el camino al infierno estaba sembrado de buenas intenciones. Allí tropezó con el hombre de los lobos.
       El legado de otros nos enseña que la mejor manera de ayudar al paciente no consiste en hacer el bien. Consiste en la aplicación del método: esto es lo que posibilita en el paciente el atravesamiento de su mundo fantasmático y su toma de responsabilidad en relación a las producciones de su inconsciente.
       Ese considero que es el legado más valioso de Freud. La creación de un método destinado al abordaje del inconsciente. Él entendió que el sueño es la vía regia al objeto. En este sentido es admirable la valentía de Freud: hay que situarlo en el ambiente científico positivista de la época. Baste recordar que el destino de Edipo fue arrancarse los ojos. A Freud esta verdad se le impuso y estuvo ahí, inclaudicable y hasta las últimas consecuencias dispuesto a escucharla. En ese punto donde muchos antes que él han naufragado en la locura.
        En este último sentido Freud produce una subversión radical en la cultura occidental: no solo se atreve a afirmar que la conciencia no es el centro de lo psíquico sino que además postula que somos vividos por otra escena, en la cual todos los crímenes –léase incesto, parricidio- han tenido lugar. Allí donde la imagen pura de la infancia se desvanece dando lugar a la idea, tan central como intimidante, de la sexualidad infantil. Escenas y escenarios sexuales infantiles que la neurosis actualiza y cristaliza bajo la forma compulsiva de los síntomas.
         En sus célebres Tres ensayos Freud postula una pregunta que merece, a mi entender, ser considerada en toda su amplitud. ¿Cómo es posible que la humanidad no haya visto la sexualidad infantil? La respuesta es: a causa de la represión operante en cada uno de nosotros. Lo cierto es que lo borrado deja rastros; hizo falta Freud para leer sus huellas.


                                                                                  Conrado Zuliani
                                                                                  Ciudad de México, Marzo de 2011